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30 de Enero del 2004
Barón de Munchausen
El Barón de Munchausen es un divertido juego para disfrutarlo con buenas cervezas y mejores amigos. Básicamente consiste en improvisar historias sobre la marcha: uno de los participantes debe proponer a otro que cuente una historia que ocurrió en determinadas circunstancias, y éste debe narrarla sin detenerse ni un momento, inventando todo lo que necesite por muy fantástico que sea. Después se verá sometido a una ronda de preguntas para descubrir lagunas o puntos flacos en la historia. Si no se mantiene en pie, la siguiente ronda de cervezas la paga él.
Sirva de ejemplo esta ronda que yo mismo, encarnando el papel del bardo Ainxo de Santú, protagonicé a requerimiento del bueno de sir Arthur Bradwailer. Juro que fue todo improvisado.
Dijo Sir Arthur:
Mis queridos amigos, en estos tiempos salvajes en los que los bárbaros vuelven a abalanzarse sobre Mesopotamia en busca de sus legendarias riquezas. En estos días nefastos en los que un pueblo sin historia se cree con derecho a regir la civilización más antigua del mundo. En estos días, decía, es un raro placer volver a encontrarse con los antiguos amigos: como el afable Ainxo, que en su modestia natural no os ha dicho que se trata del mismísimo Emperador de las tres lunas, tal y como espero que nos aclare algún día.
El barón de Munchausen, viajando a la Luna en una bala de cañón
...A lo que contestó Ainxo:
¡Salud, buenos amigos! El noble sir Arthur se ha referido a mí. Por cierto, le conozco de cuando hace años vencimos juntos en duelo al parchís extremo a la temible pareja formada por el Barón Reitschdem y su mascota, un chimpancé. Pero, por supuesto, no lo recordará, pues en el transcurso de la misma partida bebió un veneno del Barón que le hizo perder la memoria del día pasado y el siguiente: de ahí que tampoco recuerde cómo le salvé la vida. Pero en fin, de desagradecidos está el mundo lleno, dice el refrán. ¿O tal vez sí que lo recuerde, pero se guarda la historia para contárnosla a continuación?
En fin, como decía, mi viejo amigo Sir Arthur ha citado mi cargo (cuyo dudoso honor conseguí devolver debido a cierto escándalo que implicó un chancho, un libro de poesía y una baraja de mus, y que tal vez recuerde alguno de los comensales, pues se comentó mucho en todas partes) como Emperador de las Tres Lunas. Por supuesto que él, como buen amigo mío, ha exagerado sin quererlo la importancia de aquel puesto al decir de mí que lo he ocultado por modestia. Lo cierto es que no soy un hombre modesto; y si creyera que es algo de lo que vanagloriarse ya lo habría hecho. Pero en fin, Arthur me ha puesto en evidencia (me debéis una ronda, viejo), así que contaré la historia.
Resultó, hace ya siete años, que me encontraba de viaje por las hermosas tierras italianas, más concretamente por la ciudad de los canales, Venecia. Los motivos que me impulsaron a viajar aquella ciudad son tan complejos que me llevaría al menos cinco minutos contarlos; y bien sabe Dios que no es por no contarlos, pero contarlos pa ná es tontería, así que mejor los obviamos y pasamos directamente al nudo de mi narración. El caso es que, terminados los asuntos que me llevaron a aquella ciudad, y vacía mi bolsa de forma definitiva, pensé en el hombre más rico de la ciudad, miseñor Baglietti, por aquel entonces el rico propietario de los talleres de cristal de la isla de Murano. Mi intención era evidente: buscar un motivo creíble para desplumarle de forma increíble, y poder volver a mi hogar con más dinero de aquél con el que salí. Así pues, me decidí a hacerlo de la forma que mejor sé: en duelo. Para ello me coloqué bajo el balcón de su hija pequeña, una hermosa flor de dieciséis años, y la comencé a cortejar cantándole lindas canciones de amor por las noches. Lo cierto es que se me resistió: nada menos que diez minutos tardó la jovencita en caer en mis brazos. Convenientemente hice más ruido del debido en la subida, para que me escuchara toda su familia, puesto que yo quería ser sorprendido antes de mancillar la honra de la señorita, más que nada para no hacerle la puñeta. Por desgracia el padre resultó ser sordo de una oreja, con lo que además de subir haciendo ruido tuve que hacerle el amor con pasión a su hija varias veces (una pena), hasta que al fin el atronador ruido de las patas golpeando contra el suelo y del cabecero chocando contra la pared consiguió despertarle.
Conseguí lo que pretendía: escuché pasos en el pasillo, mi joven amante me ordenó, aterrorizada, que me marchara; pero yo aguanté estoicamente diciéndole que la quería y que me enfrentaría con quien hiciera falta. Así que me puse los pantalones, y nada más cruzar su indignado padre la puerta le crucé el rostro con mi guante y le desafié en duelo por la mano de su hija.
Mi intención era evidente: a la mano de su hija iría unida la dote. Ya vería yo qué hacer con la moza una vez cobrada la cuantiosa cantidad. El padre aguantó el tirón, se frotó la cara y me miró de arriba a abajo. "Muy bien", dijo. "Como desafiado, tengo derecho a elegir el tipo de duelo. ¡Tendremos un duelo de soplado de cristales!"
Mi rostro de sorpresa fue monumental. "¡Esto no puede ser!", declaré. "¡Tal duelo es antirreglamentario!". Consultamos al nacer el día con un juez, que aclaró, para mi pesar, que como desafiado el señor Baglietti tenía total derecho a elegir el tipo de desafío. Y no sólo eso: según la nueva legislación veneciana, también a elegir castigo para mí, en caso de perder el duelo, por mangonear a su hija.
Evidentemente, yo nada podía hacer en semejante desafío contra el dueño de las fábricas de cristal de Murano, que él mismo había fundado y llevado a su actual estatus. Con sus manos y la fuerza de sus pulmones fabricó un hermoso dragón de cristal; yo apenas pude soplar algo que parecía tener forma de botella de ron.
Y Baglietti eligió castigo, vaya que sí. Ante toda la población veneciana me llevó a la principal de sus tiendas de cristales. A la izquierda y derecha de su puerta se abrían tres hermosos escaparates que dejaban ver las hermosas mercancías que en su interior había a la venta. Allí, me coronó con una mitra de papel como "Emperador de las Tres Lunas": las tres lunas de cristal de la tienda. A mi cargo estaba su responsabilidad: limpiarlas y cuidar de que nadie las rompiera para robar en su interior. "Eso sí", agregó para el regocijo general, "¡sois la máxima autoridad en vuestras Tres Lunas, mi señor emperador!"
Pocos días después, como dije, pude librarme de semejante afrenta; y aún planeo mi venganza contra Baglietti. Ésta es, pues, la historia por la que me preguntó sir Arthur. Ya me dirán qué opinan de ella.
Málaga 2003
Dicho por Santo at 30 de Enero 2004 a las 11:24 AM
Genial, la he disfrutado de arriba a abajo (aún no he probado a leerla de costado).
Jose Brox
Escrito por Jose Brox a las 3 de Febrero 2004 a las 01:31 AMPor favor necesito que amplien la analogía de la enfermedad, con la trama de la historia.
Gracias.
(Modo pedante ON)
El Barón Münchhausen fue un personaje real que vivió en el siglo XVIII. Viajó por medio mundo, y si su vida no era de por sí bastante aventurera, se dedicó a inventar más historias y adornar las reales de tal forma que resultaban disparatadas e increíbles, pero divertidas, con lo cual la gente le seguía preguntando por ellas. Esto motivó a Gottfried August Bürger, un escritor de la época, a contar sus aventuras en un libro, con el título de "Las aventuras del barón Münchhausen". A raíz de este libro, los psicólogos llamaron "síndrome de Münchhausen" a una enfermedad que consiste, básicamente, en mentir acerca de la propia vida de forma enfermiza, e inventar historias constantemente y sin necesidad. Y también a raíz de todo esto existe un juego llamado "barón de Münchhausen" que consiste en improvisar historias. Por ejemplo, un jugador pregunta a otro: "¡Estimado barón! ¿Cómo fue aquella vez en que viajasteis a la Luna a bordo de una bala de cañón?". Y el jugador que encarna al barón en ese turno inventa una historia como buenamente puede para responder a esa pregunta.
(Modo pedante OFF).
Espero haber satisfecho tu curiosidad. Si quieres saber algo más, pregunta. :)
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