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16 de Junio del 2004

Enjambre

-El dolor es una sensación de infinitos matices. Desde una ligera punzada purpúrea en los labios hasta un eléctrico golpe que bloquea todo el cuerpo. Una sublime expresión del poder de la divinidad. Dolor.

Silencio. Humo rojo y gris. Hierro y fuego.

-La anatomía humana es fascinante, ¿sabes? Muy resistente a ciertos impulsos, como el miedo, el hambre, el frío. Y deliciosamente sensible a otros. Al placer, por ejemplo. Hay puntos en el cuerpo que no conocéis capaces de llevar
al éxtasis con un simple roce - la delicada, blanca mano acaricia un rostro aterrado.

escolopendra.jpg

Pasa el índice por sus labios, toma con suavidad la mandíbula y le obliga a
entreabrirla. Besa con lascivia, con lujuria mortal: el rojo beso se convierte en sangre. Lentamente, para darle tiempo a saborear el terrible dolor, le arranca la lengua de un mordisco. Inunda al hombre, desde la garganta hasta llenarle todo el cráneo, la marea eléctrica de la herida. Siente entonces la boca colmada de infinitas e inmundas patas. Trata de gritar, pero el sonido es ahogado por algo infecto que se pasea por su paladar. Una gigantesca escolopendra escapa retorciéndose de sus entrañas; sale de su boca, camina por su pecho y resbala hasta el suelo. Víctima de un terror supremo, el hombre, crucificado en un madero sujeto a la pared, ya ni siquiera intenta gritar. Sólo llora.

El delgado hombre que le mira, con la boca ensangrentada, escupe un trozo
de lengua al fuego.

-Pero, querido mío, la línea que separa el placer del dolor supremo es muy difusa. Y, ¿sabes? A mí no me interesa provocarte placer.

Articula las últimas palabras sílaba a sílaba, con frialdad, sin más expresión en el rostro que una levísima sonrisa.

-Como te decía, vuestra anatomía es sorprendente por su sensibilidad, pero sobre todo por su resistencia - mira el rostro suplicante, lloroso, aterrado . ¿Crees que no puedes sentir más dolor? ¿De verdad piensas que un simple bocado, unos huesos rotos y unos clavos son todo lo que puedes aguantar? Estás muy equivocado. Te voy a demostrar, querido mío, cuánto dolor puedes llegar soportar antes de morir.

Tomó con delicadeza una barra de hierro que descansaba cerca del fuego. Se la mostró, y en un movimiento rápido y sin emoción lanzó un golpe contra el codo derecho del torturado. Sonó un crujido y un grito lastimero. Con otros tres golpes certeros quedó con rodillas y codos quebrados.

-Esto es por comodidad, pequeño. Para que no te muevas demasiado cuando empiece – dijo, justo antes de romperle también los hombros.

******

Había entrado en un burdel de mala muerte en un kilómetro perdido de una carretera entre provincias. Olía a orina, alcohol barato y desesperación. Sobre la barra un par de putas bailaban quitándose lentamente la ropa, con cara de aburrimiento y mejor cuerpo que talento para el baile. Una docena de malolientes camioneros y vagabundos babeaba ante el espectáculo. Todos se giraron al ver entrar a aquel señorito de ciudad, trajeado, esbelto, de rostro hermoso. Pronto eligieron ignorarle: debía de ser el último camello que surtía al dueño del local. Pero las chicas no hicieron lo mismo: intuyeron que aquel cliente debía de ser de los buenos y se lanzaron sobre él como las bestias hambrientas que eran. Se sentó en una mesa y se dejó acariciar, ignorándolas, durante un rato. No buscaba sexo. Encendió un cigarro y pidió un whisky que no iba a tocar. La clientela del local, excitada por la carne y la bebida, se ofendió al ver que el recién llegado les privaba del baile para ignorar a las putas. Empezaron a gritarle insultos y bravuconadas. Él sonreía levemente, esperando. Esto era lo que quería.

Pronto uno de ellos, el más grande, el más fuerte, el más estúpido, se dirigió a él. “Pedazo de maricón”, lo llamó, “si no vas a comer, ¿para qué hostias metes la mano en el plato?”. La ocurrencia fue coreada a gritos por todos. Él sólo levantó la vista y le miró, sonriendo con rostro inextricable. “Deja de mirarme así, hijo de puta... Deja de hacerlo...”, decía reculando el gigantesco borracho, asustado por Dios sabe qué. Miró tras su hombro al resto de escoria que le impulsaba a partirle la cara a aquel desgraciado. El dueño del local ya tenía la pistola sobre la mesa para terminar con la pelea cuando fuera el momento. No podía echarse atrás. Se armó de valor, apartó a las putas y lanzó un puñetazo a la cara del hombre que, sentado, le estaba esperando. No supo cómo pudo fallar el golpe. Cuando volvió a mirar el otro estaba en el mismo sitio, pero intacto. “Inténtalo otra vez”, le dijo con voz melosa. De nuevo falló. Se lanzó sobre él para agarrarle del pecho, romperle el torso, el pescuezo.

“Tch, tch. Yo que tú no lo haría”.

Con una sola mano, el desconocido detuvo la carrera del hombre agarrándolo por el cuello. Hizo algo de fuerza y se escuchó boquear y sollozar al borracho. Le soltó, y de un puñetazo en la espalda (que pareció lento, suave, e hizo crujir sus huesos horriblemente) lo mandó al suelo. Entonces lo tomó por el pelo y lo arrastró hacia la puerta. “Me lo llevo, caballeros. Sobre la mesa les he dejado el importe de la copa. Y propina”.

Qué más daba. Cinco minutos después el local ardió hasta los cimientos. Con putas, borrachos y yonkis dentro.

“Incendio provocado por accidente o imprudencia”, fue el parte policial.

******

Tenía en aquella habitación un horno cuadrado de gran tamaño a la altura de sus rodillas, donde había encendido un fuego suave con brasas y carbones; y sobre él, una rejilla metálica. Levantó al crucificado sin dificultad y lo colocó, aún con la cruz, sobre ella. La carne de su espalda humeó, se cuarteó y reventó en ampollas con sufrimiento indecible al contacto de las lenguas de fuego. Un grito resonó entre las paredes.

-No grites, querido; nadie te oirá desde aquí abajo. Bien, por dónde íbamos... Ah, sí. Por el dolor. Bueno, supongo que nunca te has visto a ti mismo desde fuera. Te voy a dar la oportunidad. Aunque sea sólo de mirar tu pellejo vacío.

Cogió un fino cuchillo, con el que dibujó líneas sobre la torturada piel siguiendo un patrón desconocido. Mientras lo hacía canturreaba una letanía en un idioma que ya era viejo cuando cayó la Primera Ciudad.

-¿Has despellejado alguna vez un conejo? Es fácil. Primero haces incisiones sobre la piel para irla separando de la carne. Así no se partirá cuando la arranque. Después dibujo un círculo con el cuchillo siguiendo las articulaciones de la muñeca y el pie, y meto el filo entre la piel y la carne. Haciendo una ligera palanca, así – cada movimiento era coreado por gritos de dolor – hago el suficiente espacio para poder meter la mano y ... Tirar.

Había conseguido levantar la piel; ahora tiraba de ella muy lentamente, arrancándola de la carne. Cada centímetro era una eternidad de llanto y dolor. El torturado sentía fuego sobre sí, como si hubieran encendido una tea en su interior y le quemara, le ardiera la sangre por dentro con una llama negra. Al fin llegó al cuello, y de un tirón seco le arrancó también la piel de la cara.

-Oh, mira. La espalda se ha partido. No debí ponerte sobre el fuego. En fin, qué bonita estampa –dijo con sarcasmo, sujetando la piel por los hombros para que la viera bien. Después la clavó extendida sobre la pared. Podía ver la mueca grotesca de terror de su propia piel arrancada -. Bien, sigamos. Ahora mismo debes de estar a punto de desmayarte. Que te arranquen la piel es uno de los peores dolores que puedes sufrir, o eso dicen. Pero aún puedes aguantar algo más antes de perder el sentido.

De nuevo cogió el cuchillo, y deslizándolo suavemente por la cara le cortó la nariz, las orejas, los labios. Metió los dedos en su boca y seccionó lo que le quedaba de lengua. Después, uno a uno, le obligó a tragarse cada pedazo de su carne.

Todo se hizo oscuro, y se desvaneció.

******

Hielo, hielo más frío que la muerte sobre la carne; mordisco lento y cruel en la médula, en cada centímetro del cuerpo. Así le dolía el agua ahora como antes le había dañado el fuego. Su torturador le había sumergido en una cuba de agua fría con sal. Después lo levantó y volvió a colocarlo en la cruz sobre la pared.

-Bien, pequeño. Ahora sí puedes decir que conoces el dolor. Pero no te dejaré morir, aún no. Te he dado algo de mi sangre para mantenerte con vida. Podrás resistir aún días sin morir desangrado. Aún te queda sufrimiento, querido mío...

Ante la cruz había un bulto del tamaño de un hombre tapado con un trapo. Quitó la tela. El crucificado pudo verse en la bruñida superficie de un espejo. Sin piel, con los músculos latiendo, ensangrentados y mordidos por la tortura; la cara destruida, sin orejas, nariz ni boca; las articulaciones rotas. Lloró al verse, y las lágrimas también le causaban dolor sobre la cara. Habría pedido la muerte si aún tuviera lengua.

-En fin, querido – decía el hombre trajeado, limpiándose las manos con un trapo mientras caminaba lentamente hacia la puerta -. No sé si sabes que la auténtica tortura de la cruz no es sólo el dolor de manos y pies, sino la asfixia. Para poder respirar tienes que apoyar el peso en los clavos, en tus articulaciones rotas, lo que te hará delirar de dolor. Si no lo haces morirás sin aire. Pero el instinto de supervivencia os supera a los humanos: intentarás respirar el máximo tiempo posible. No eres capaz de acortar tu suplicio: no tienes valor ni siquiera para eso. Ah, se me olvidaba – dijo, ya desde la puerta-: haberte dado mi sangre ha prolongado tu vida unas horas, pero te hará sentir un hambre atroz dentro de poco, como hasta ahora no habías conocido. Pronto te dominará por completo y te sentirás enloquecer. La Bestia pondrá su mano sobre ti. El tuyo será un final terrible, pequeño: el más terrible que he podido imaginar. Pero piensa al menos - terminó, mientras cerraba tras de sí – que estás sirviendo a la Gran Obra. Sin duda es todo un honor.

Quedó solo en medio de total oscuridad y un silencio gris. Entonces los escuchó: desde los rincones de la habitación, miles, millones de patas que se dirigían hacia él; chasquido de pinzas, mandíbulas rezumando veneno. Casi podía sentirlos acercándose, y no podía moverse.

Cada

vez

están

más

cerca

Está rodeado. Sus ojos infinitos brillan en la oscuridad. Le miran. Es su presa. Y entonces, uno a uno, se posan en su carne abierta y empiezan a subir por él, lentamente; cubren sus piernas, su torso, sus brazos, hasta estar completamente cubierto de insectos y veneno y muerte. Seguían subiendo. En la oscuridad, solo, entre un infierno de dolor y locura, el hombre lloró por última vez. Entonces llegaron al rostro; cubrieron sus ojos y llenaron su boca, caminando a través de su garganta hasta sus entrañas. Aún mantuvo la consciencia un rato más, hasta que al fin sus pulmones estuvieron infestados por la plaga y ya no pudo respirar. Con un último suspiro de dolor, todo fue oscuridad para siempre.

Relato ambientado en Vampiro: La Mascarada, para el baali Barzilut Haddad. Málaga, 2003

Dicho por Santo at 16 de Junio 2004 a las 11:28 PM

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