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7 de Octubre del 2004

Historias de mi barrio III

Orden

Llega cargada de bolsas, como una exhalación, a una velocidad que parece imposible para un cuerpecito tan viejo y arrugado. Estás ahí, sentado en la terraza de un bar en mi barrio, cuando aparece. La mesa de al lado, de la que acaban de levantarse unos clientes, ha quedado vacía; ella apila los platos y guarda los vasos uno dentro de otro. Cuando está todo bien ordenado, saca un paño de algún bolsillo de su vestido de flores y, con las manos ganchudas de la artrosis, limpia la mesa hasta dejarla brillante. Mira a su alrededor con ojos desorbitados; guarda el trapo, coloca las sillas en su sitio, y se va. Apenas te ha dado tiempo de verle la cara arada por un mal de arrugas terminal, con los ojillos hundidos y la barbilla prominente, cuando ya ha desaparecido calle arriba.

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Si no hay ninguna mesa de bar que recoger, barre las calles con una escoba encontrada en la basura, o recoge las hojas caídas de un árbol, o los papeles de los caramelos de los niños a la salida del colegio. Jamás habla: es como una hormiga enloquecida que hubiera perdido el contacto con el hormiguero, y sólo pensara en trabajar, trabajar, trabajar, ponerlo todo en su sitio, mantenerlo todo en un orden y equilibrio perfectos e inmutables.

Todo el mundo la deja hacer. Al final de mi barrio, justo donde termina la ciudad, hay un sanatorio mental. A los enfermos que no son peligrosos les dejan la tarde libre para pasear. De pequeño me asustaba pensar que estaba loca. Imaginé para ella una historia terrible: abandonada cuando niña por su familia en el desván más profundo de la casa, atada a la pared por una larga cadena de hierro oxidado. Tras innumerables años de comer ratas desprevenidas y beber agua maloliente, la habrían encontrado allí los primeros trabajadores de la clínica. Su cuerpo desnudo, convertido en una pasa esquelética y siniestra, despertó su compasión y decidieron cuidarla hasta el día de su muerte, que supusieron cercano. Un día que me la crucé y llegué a casa aterrorizado le conté la historia a mi padre; él rió de buena gana mi imaginación febril y me explicó que sólo se trataba de una anciana senil.

Los años se llevaron el miedo y lo sustituyeron por la lástima. La vieja seguía recorriendo las calles de mi barrio, trabajando inútilmente en cada rincón. Un viernes ocho de Noviembre me crucé con ella yendo a coger el autobús. Había soltado sus infinitas bolsas y estaba tratando (sin éxito) de colocar en su sitio un contenedor de basura, que alguien había movido hasta casi dentro de la carretera. Una jauría de niños la rodeaba, la tocaba, tiraba de su ropa y de su pelo y se reía de la vieja loca que todo lo quiere ordenar. Los espanté con cuatro ladridos, y a empujones devolví el enorme cubo metálico a su sitio. Recordé de repente el autobús, la hora que era, los amigos que esperaban; di media vuelta para echar a correr y al final me quedé clavado en el sitio, porque ya estaba marchándose a lo lejos. Suspiré; con el siguiente llegaría tarde, pero ya no había remedio.

Ella me tocó indecisa el hombro. Me giré para mirarla y alzó las manos; las puso sobre mi cara y la recorrió muy despacio, como si fuera ciega. Me miró con sus ojos glaucos y comprendí que apenas veía nada. Retiró las manos y agachó la cabeza, como entristecida de repente, o quizá pensativa. Alzó de nuevo la barbilla y por primera vez en diecitantos años la escuché hablar: musitó un "gracias", recogió sus bolsas y se fue.

Cuando el siguiente autobús me llevó hasta el centro mis amigos ya se habían ido. Sin embargo, en la parada había una chica con el pelo largo y casi rubio y la boca roja como un atardecer. Por las quejas que le escuché, sus amigos también se habían ido sin esperarla. Decidí que si por una tarde no iba a la reunión no pasaba nada y me acerqué a hablarle. Una semana después ya no podía vivir sin ella.

Nunca volví a ver a la vieja, ni averigüé jamás quién era realmente. Tal vez fuera de verdad tan sólo una loca obsesionada por el orden. Sólo sé que aquella tarde en que ayudé a una desconocida y besé a otra, una mano infinita, arrugada y rígida pero firme, recogió los platos y vasos sucios de mi vida, limpió la mesa y lo dejó todo bien ordenado.

Dicho por Santo at 7 de Octubre 2004 a las 02:10 PM

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