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10 de Enero del 2004

El cuento del alcalde fantasma

Tenían hambre, y la gente hambrienta acostumbra a volverse valiente. Así que tomaron los bastones y las hondas, las horcas y las guadañas y se juntaron todos, hombres y mujeres, en la puerta del ayuntamiento. Llamaron a voces al alcalde: tirano, ladrón, pecador, cacique, y el hombre, que en verdad era todo esto y mucho más, se sintió aludido y salió al balcón. Allí los rebeldes le comunicaron el plan: o cogía a su familia y se iba del pueblo antes del anochecer, o entraban a la carga y arramblaban con todo. En un principio el alcalde pensó en ordenar a los guardias que abrieran fuego; después se dio cuenta de que los guardias estaban en primera fila y eran los que más gritaban, así que dejó correr el asunto, hizo las maletas y huyó como alma que lleva el diablo.

El pueblo, satisfecho de su revolución, entró en la sala del cabildo, donde se reunían el alcade y los concejales desde siempre para ejercer su gobierno. El líder improvisado que los había enardecido contra el alcalde, un jovencito que estudiaba en la ciudad, avanzó un paso y los arengó:

-¡Compañeros! – estaba leyendo por aquel entonces un libro de Carlos Marx, y le gustaba demostrar lo mucho que sabía -. ¡Acabamos de liberarnos del yugo opresor de la burguesía! ¡Viva la revolución!

El “viva” que siguió no fue demasiado enérgico. La gente se miraba las manos, y luego miraba el mullido sillón del alcalde y volvía a mirarse las manos. Al fin el Martínez, el de la tienda, se atrevió a gruñir:

-Vale, todo esto ha´stao mu bien... El alcalde s´ha marchao ya, nos hemos quitado el yugo ése. ¿Pero ahora qué?

-Pues ahora... – dudó un poco. Estaba leyendo a Marx, pero no había pasado del primer capítulo -. Ahora es el pueblo el que manda.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Que al alcalde nuevo lo elegimos nosotros – improvisó.

Y así empezó todo. Discutieron durante todo el día, y siguieron discutiendo al día siguiente, pero no consiguieron ponerse de acuerdo. Unos decían que el alcalde tenía que ser el médico, que para eso tenía carrera; otros contestaban, y con razón, que el médico era un avaricioso que se aprovechaba de la enfermedad ajena para enriquecerse. Entonces algunos afirmaban que debía ser el boticario, pero de éste decían que era un vago; del maestro, que era un infeliz con siete hijos y no tendría tiempo; y así con todos. El cura, que esperaba en una esquina de la sala la decisión del pueblo, se relamía de verse como alcalde; y era ya cosa segura, pensó, pues no quedaba nadie más en el pueblo que pudiera encargarse del cargo. Cuando ya estaba abriendo la boca para ofrecerse, se le adelantó un hombretón, el más analfabeto de todos los cabreros del pueblo.

-Miren ustedes, compadres, yo me parece que no hay uno entre nosotros que sea lo bastante güeno p´alcalde. Porque aquí el que no es tacaño es un manirroto y el que no tiene una familia que atender es porque el trabajo no l´ha dejao tiempo de buscarse mujer. Y asín nos va a pasar en tos laos que busquemos, que nadie es perfecto. Y digo yo que ningún vivo sirve pa mandar con justicia, que tós somos unos pecadores, y lo mejor es curarse en salú y dejar de buscar entre los vivos.

-¿Qué sugieres entonces, hijo mío? – preguntó el cura con voz melosa.

-Pos si no hay vivo que valga pa mandar, cogemos a un muerto y aquí paz y después gloria.

La lógica del cabrero era aplastante. A todos les pareció una idea magnífica, menos al cura, que se marchó de allí gritando que aquello era una blasfemia terrible. Mandaron llamar a la vieja curandera, que decía que hablaba con los espíritus; y después votaron para elegir al fantasma que sería el nuevo alcalde. El maestro les habló de los antiguos griegos y pronto todo el pueblo quedó convencido. De todos los sabios y héroes griegos el elegido fue el más ingenioso, el más astuto, el más versado en gentes y viajes: Ulises.

Mientras, el cura hacía las maletas a toda prisa. No quería permanecer ni un instante en aquel pueblo de iniquidad, en esa nueva Gomorra que se atrevía a contravenir las leyes de Dios. Se subió a su burra y viajó hasta la ciudad en busca de refuerzos.

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-Desvíense las aguas del Indalecio, cuyos campos están anegados, hasta la huerta reseca del Eugenio. A cambio el Eugenio le dará diez arrobas de tomates. Con ello quedarán en paz.

Los concejales, tomados de las manos y a la temblorosa luz de una docena de velas, asistían a la reunión diaria de gobierno del ayuntamiento. La vieja curandera estaba en trance místico, con los ojos vueltos del revés y hablando con una voz cavernosa y masculinamente profunda que no era la suya.

-Alcalde, los del pueblo d´al lao han puesto una verja en la cañada, y el Matías tiene que dar una vuelta tremenda pa meter las cabras en el corral.

-Constrúyase un caballo de madera hueco...

-No empiece otra vez con lo del caballo, alcalde, que los del pueblo d´al lao se las saben toas, y no van a picar...

En ese momento se abrió la puerta con estrépito y entró una patrulla de la Guardia Civil, seguidos por el cura, más sonriente que nunca.

-¡Quieto todo el mundo! Tenemos noticia de la revuelta y del engaño que este pueblo ha...

-¿Pero qué engaño, sargento? ¡Acaba usted de despertar a la curandera! Ahora vamos a tardar otra media hora en invocar al alcalde...

Las quejas del pueblo aturrullaron a la patrulla. Uno de los concejales entonces les explicó toda la historia y les sugirió que les permitiera retomar la sesión de gobierno, y así podría asistir y averiguar la verdad. El sargento aceptó; la curandera suspiró, contrariada, y ordenó que todos se tomaran de las manos y se concentraran.

*

-...Y yo, Ulises, rey de Ítaca y alcalde de este pueblo, firmo y promulgo todas estas disposiciones para la buena marcha de la villa.

Con estas palabras y unas breves convulsiones de la curandera, la sesión finalizó. Uno de los hombres se levantó de la mesa.

-Mire usté, sargento, se lo voy a decir clarito. El fantasma éste hablará mu raro, será mu pesao con lo del caballo, echará una hora cada día en contarnos sus dichosos viajecitos, pero el caso es que es honrao como ninguno lo ha sío, y en una semana ha conseguío más que otros en toa su vida.

-¡Pe-pero esto es una locura! ¡Su alcalde es un fantasma!

-Pos déjenos con nuestra locura y váyase con viento fresco, y tós tan amigos.

El sargento se echó a reír y aceptó la sugerencia. La patrulla tomó el camino de vuelta, y el cura se encerró para siempre en la sacristía a rumiar su derrota.

Dicho por Santo at 10 de Enero 2004 a las 07:39 PM

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Comentarios: El cuento del alcalde fantasma

Cuñáaaa ^^

Escrito por Santo a las 10 de Enero 2004 a las 08:24 PM

¡Buenísimo lo del caballo! Lástima que los que no jugaran con aquellas canicas no lo pillen.

Saludos circonitas

Escrito por Jose Brox a las 14 de Enero 2004 a las 10:17 AM
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