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15 de Enero del 2004

Sobre héroes y canallas

Las manos, tenía las manos grandes y oscuras, como forjadas en ébano férreo, y los dedos largos acostumbrados a apretarse al mango de una navaja. Eran unas manos de gitano que tenían la vaga creencia (tal vez cierta, quién sabe) de ser hijas de reyes, y de haber muerto innumerables veces peleando a cuchillo en algún callejón oscuro. Su dueño era un hombre de anchas espaldas y pecho orgulloso, de brazos fuertes y piernas ligeras. Apenas hablaba, y cuando lo hacía medía las palabras una a una, cuidando que dijeran únicamente lo que él quería decir, y no más. Tenía el cabello negro, como negros son los rincones de la noche. Su rostro ajado y moreno era un campo arado por las cicatrices del tiempo. Un ceño poblado, oscuro y casi siempre fruncido remarcaba dos ojos fieros, hieráticos, terribles desde su clavada atalaya. Decían que su mirada podía callar el aullido de un lobo.

Alguna vez trabajó, cuando hubo trabajo; cuando fue joven era lo que se llamaría un hombre honrado. Pero lo mandaron a una guerra que no entendía, con promesas de gloria y riquezas; le mataron de hambre y de sed y de rabia y de impotencia, y cuando regresó tenía las manos aún más vacías que antes, si acaso algo más llenas de muerte que antes de marchar. Y ya no había trabajo, ni pan, ni nada más real a que aferrarse que el hambre y la hoja afilada de un cuchillo. No le quedó un hogar al que volver. Le habían echado a los caminos, y nunca más durmió dos veces en el mismo sitio. Vivía de lo que robaba, y jamás se le capturó, excepto una vez en que le apresaron tres guardias, y a los tres los degolló antes de que le pusieran tras unas rejas.

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Era astuto, e inteligente, aunque no sabía leer ni escribir. Olía el peligro a distancia, sabía dónde había que estar en cada momento. No entendía otra filosofía que la que defendiera el cuchillo. El brillo metálico decía cuanto podía decirse de un hombre. Si era bravo, que lo demostrara luchando; si su linaje antiguo, que se encomendara a él antes de pelear; si su sangre más roja, así se vería cuando goteara contra el suelo. Nunca perdonó que trataran de quitarle las pocas cosas que le quedaban: su honra y su orgullo.

Muy pocas veces, tomaba alguna guitarra que encontrara o que alguien le prestara, templaba las cuerdas y dejaba que oyeran su llanto los escasos amigos que viajaban con él. Entonces se escuchaba su voz, profunda como lo es el eco del mar en las montañas, desgajada en jirones de lágrimas por la pena; y cantaba a cuanto tuvo y perdió, a la guerra, a los que vio morir en ella, a la muerte que un día vendría a buscarle. Las coplas que sabía eran viejas y sabidas por todos, y no podía decirse que tocara muy bien la guitarra; pero nadie podía reprimir una lágrima oyéndole cantar. Porque grande era su pena, y no hay canto igual que el de unas manos gitanas desgranando su dolor al viento.

No era amigo de mujeres. Las veía demasiado frágiles al lado de un hombre, casi inútiles; apenas como un juguete que cuidar como de porcelana. No cantaba sobre un amor que tuvo, que ése era su mayor secreto; pero gustaba del vino, y alguna vez, estando muy borracho, algo contó a los amigos. Entendían que debía haber amado mucho a una mujer, con fiereza, como sólo un alma gitana sabe hacerlo; que marchó a la guerra con un juramento de eterna espera, y a su vuelta no quedaban de su casa ni las cenizas. Balbuceaba a veces, entre lágrimas de alcohol, que si se echó a los caminos fue por buscarla a ella, y si robó y mató fue por reunirse con ella en el Infierno.

Los amigos eran cuatro. Los fue encontrando uno a uno en su caminar; a todos salvó de morir o de la justicia, y le tomaron como jefe, siguiendo sus órdenes sin dudarlo. Él se sentaba a veces en la calle, o en un sitio con gente, y los dejaba hacer; ellos buscaban algún incauto y le provocaban a pelear para entrenar un poco los puños. Si perdían, les dejaba recibir y después los arrastraba a donde pudieran curarse; porque quien empieza una pelea debe terminarla sin flaquear. Si ganaban, rápido se levantaba y con voz fuerte les decía que pararan, porque no se debe matar sin razón. Nunca perdonó una cobardía; uno hubo que huyó dejándolos en la estacada, y después que salieron del asunto lo buscaron para que rindiera cuentas.

Su único deseo era sobrevivir. A su modo, tenía el corazón grande y noble. Nunca robó a un pobre, ni mató sin motivo, menos cuando se enfrentaba a la justicia; que la justicia que le había convertido en lo que era no merecía vivir. Peleó muchas veces y no mató a tantos, porque nunca acuchillaba a quien le pedía misericordia. Bajaba el cuchillo y miraba con desprecio al hombre, pues para él mejor era morir peleando que pedir piedad. Después le decía secamente, “vete”, y se marchaba sin mirar atrás. Una vez peleó con un marino grande que, pasando por su lado en la calle, le dijo: “aparta, gitano ladrón”; lo tomó del pecho y lo arrastró a un callejón, donde intercambiaron golpes en silencio. Uno sólo de los puños del marino se estrelló contra su cara; él después le rompió el pecho a patadas y le abrió una profunda herida a cuchillo. Iba a matarlo cuando el otro le susurró que le perdonara la vida. Guardó la faca y dio media vuelta, dejándolo tumbado en un charco de sangre. Escuchó el abrirse de una navaja, y apenas tuvo tiempo de darse la vuelta cuando el otro, levantándose entre terribles dolores, le sajó el cuello con su arma. Llegaron entonces los amigos, mataron al hombre y le llevaron rápido a casa de un médico, al que obligaron a curarle; el filo se había quedado apenas a un centímetro del gañote. Le cosió la herida y lo tuvo un tiempo escondido en su casa. Sanó casi milagrosamente, y volvió a la calle con los amigos con la misma fuerza que siempre y una terrible cicatriz, ancha como dos dedos, cruzándole el cuello.

Contar su vida sería imposible, no cabría en un libro de infinitas páginas. Tantos actos magníficos, tantas bajezas, tantas cosas hicieron esas manos; tanta pena, tanto sufrimiento y esperanza perdida; tanto tiempo, tanta sangre, tanta herida; en toda una vida no habría tiempo de decir cuánto vivieron sus manos. Fue un héroe a su manera, un héroe convertido en lobo por un oscuro designio, como otros tantos de los que se cuentan hoy historias. Un héroe anónimo y terriblemente trágico, como tantos otros de su tiempo. Un Ulises más patético aún, buscando sus perdidas Ítaca y Penélope. Él era a veces consciente de lo especial de su vida, de lo profundamente trágico que era el destino que estaba trazando; tal vez por eso no se sorprendió cuando una noche oscura se encontró con él, cuando llegó de la ciudad al escondite en el monte, y estaban los amigos allí esperándole; y en sus miradas había algo de odio, y de pena, y de ambición y flaqueza; y sólo mirándolos supo lo que ocurriría. Brillaron las navajas al salir a la luz de la hoguera. Él pensó que era el duelo más importante de su vida, contra los cuatro hombres más valientes que había encontrado jamás. Pelearon los cinco en silencio, y los amigos lo mataron a cuchilladas entre las sombras vacilantes del fuego. Él pudo matar a dos antes de caer, y pensó mientras le fallaban las rodillas, desangrado, que al menos pudo tener la muerte valiente que siempre deseó. Cayó destrozado por las navajas, y mientras miraba fijamente los ojos nublados de los dos amigos vivos, les dijo (para entender el eco de estas palabras hay que oírlas): “Pronto querréis haber muerto como estos dos”.

Dicen que los hombres moribundos tienen el poder de la clarividencia. En sus últimas palabras demostró sabiduría. Porque los dos que quedaron en pie soltaron las navajas, miraron unos segundos en silencio a los tres amigos muertos, y gritaron a los árboles silenciosos: “Ya habéis visto. Están muertos. Ahora, queremos nuestro pago”. “Aquí lo tenéis”, respondió una voz grave y dura. Siete rifles crueles escupieron siete balas, que horadaron la carne de los dos amigos; aguantaron unos segundos de pie, sorprendidos, escupiendo sangre, y cayeron. Después, un hombre con negro tricornio y poblado bigote salió de las sombras, y sacó una bolsita del bolsillo. “Tomad”, les gritó a los cadáveres mientras la tiraba hacia ellos. “Vuestras treinta monedas”. Después desapareció para siempre. Así se repite una vez más la historia, se cumple el eterno ciclo que ensalza al que muere por la sangre, por un ideal que nadie entiende (sobrevivir, la Humanidad, el honor, la nación), y entra en la historia. Así lo cumplieron otros: César, Leónidas, Jesucristo. Así lo cumplió este hombre.

Málaga, abril del 2002

Dicho por Santo at 15 de Enero 2004 a las 10:52 PM

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Comentarios: Sobre héroes y canallas

Me sorprende no encontrar ningún comentario a esta historia...

Me resulta la mejor que has escrito hasta ahora en la forma (aunque no en la idea); sabes que no me gusta esta temática y sin embargo he seguido el relato con interés hasta el final; y dudo de que yo pudiera escribir un párrafo introductorio tan bueno como el inicial. Enhorabuena, joven padawan :P

Jose

Escrito por Jose Brox a las 3 de Febrero 2004 a las 02:35 AM
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