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26 de Febrero del 2004

Oiga, doctor

-¿Por qué? ¿Por qué nadie quiere verme? Soy una incomprendida. No les hago nada malo, no comprendo porqué deben tratarme así. De verdad que no lo entiendo, doctor. Intento parecer lo más simpática posible; incluso me pongo guapa cuando salgo a trabajar. Paso horas maquillándome ante el espejo, mis peinados son cada vez más intrincados. He depurado mis modales, he aprendido a tratar tanto a un conde como a un ciudadano gris. Pero aún así, llego a casa de un hombre, llamo a la puerta, y en cuanto me ven se echan a correr.

Grabado de Escher
escher.jpg

-Y tampoco es que yo sea tan fea. ¿O sí? ¿Le parezco fea?

-Desde luego que no, señora. Yo la encuentro preciosa. Continúe, por favor...

-Pues eso, que no lo soy. Tengo un aspecto muy... maleable, y siempre intento ponerme a gusto de mi cliente. Si le gustan las rubias, rubia; si le gustan morenas, pelo negro como el betún. En eso no hay problema. Pero no sé qué les doy que no hay manera de complacerles. ¿Será que, pese a intentarlo, no acierto con lo que ellos desean de mí? Pero es que mi trabajo consiste en nada más que eso, qué se puede esperar de mí... Y mire que cumplo mi obligación de una forma impecable, en eso nada se me puede reprochar. Jamás he llegado tarde a una cita. Nunca me ha tenido que esperar un cliente ni un sólo minuto. Sí, desde luego, en lo mío soy la mejor. Pero si el problema sólo fuera ése, no habría ningún inconveniente. A eso ya me he acostumbrado. Si sólo fuera sobre mi relación con los clientes, no habría venido a hablar con usted.

-Relájese, señora. Sabe usted que puede contármelo con total libertad, y confiar en mi confidencialidad.

-¿Que me relaje? ¿Acaso estoy nerviosa? No, qué va. Estoy dudando de si contárselo o no... bueno, qué más da. El otro inconveniente me lleva doliendo desde hace tiempo, es como una espinita en mi alma. Y es que empiezo a hartarme de mi trabajo. Sí, ya sé que suena ridículo. Una mujer como yo, a la que siempre le ha encantado lo que hacía, ahora decide pasarse al otro lado y reconocer que lo que hace apesta. Porque empiezo a creer que si no fuera a ver a los hombres tan sólo de forma profesional, éstos empezarían a apreciarme. ¿No le parece? Sí, claro que le parece. Le he pagado para que diga que sí a todo, ¿no es verdad? ¡Ja, ja! No se enfade, doctor, quítese esa mueca. Era sólo una broma. Como decía, mi profesión comienza a disgustarme. ¿Por qué será? Quizá sea que sólo veo a mis clientes una vez, y después les olvido, y ya está. El saber que sólo les vas a ver una vez no deja tiempo para hacer amistades, ¿sabe? ¡Y que todos crean que a mí debe gustarme mi trabajo! ¿Nadie puede fijarse en que no soy de metal, que también tengo mi corazoncito? ¡Esta profesión es inhumana! Las veinticuatro horas del día esperando a que mi jefe me avise que hay un cliente. Y encima las prisas, porque claro, llegar tarde tiene más repercusiones que el enfado del cliente. ¡Y estos métodos! ¿Por qué mi jefe no se plantea suavizar un poco los métodos? Ya, ya sé que hay gente a la que le gusta mucho la violencia del momento, pero son los menos. Casi todos prefieren vivir ese instante con suavidad, con dulzura. Pero no: el maldito jefazo sigue queriendo una puntualidad inesperada, una sorprendentemente concertada visita. Desde luego, hay veces que pienso que merecería la pena dejarle y seguir por libre. Pero seguro que no conseguiría nada yo sola: únicamente lograría tener que volver con el rabo entre las piernas, pidiendo perdón. ¿Y dejar mi trabajo para siempre, pedir la jubilación anticipada? ¿Encontraría él alguien como yo para sustituirme?”
“Qué pregunta más idiota. Claro que lo haría, él también es el mejor en lo que hace. ¿Cuál es, entonces, la conclusión? ¿Que no merece la pena pelear contra mi destino? ¿Que mis deseos no cuenta para nada ni nadie? No, desde luego que no. La única moraleja soy yo, os guste o no. Por cierto, doctor, de eso también quería hablarle.

-¿Cómo? No la comprendo.

-Es bien sencillo. He aprovechado que tenía que venir para hablar un ratito con usted, pero aún así debo cumplir con mi trabajo. ¿Hay algo que quiera decir, algo que desee dejar para la posteridad? No, claro que no, a nadie se le ocurre nada bueno en el final. ¿Aún no entiende nada? Desde luego, vosotros los mortales nunca veis cuando debéis hacerlo. ¿No sabe quién soy?

-No, señora. Sólo sé su nombre, y que debíamos vernos a esta hora.

-Como siempre he llegado totalmente puntual. En fin, ponte en una postura digna. No creo que quieras que te encuentren ahí sentado, con esa cara de idiota que te ha dejado la sorpresa. Eso es, así estás mejor. Ahora cierra un momento los ojos... no te dolerá (o al menos espero que no te duela mucho).

...

-Uuf, ya está. ¿Cómo te encuentras?

-Mmh, no sé. Me siento un poco raro, viéndome a mí mismo sentado en una silla. Por cierto, creo que ya sé cuál es tu nombre. Resulta bastante evidente después de esto, ¿no crees? Tú eres...

-Desde luego que sí. Esa soy yo. Vaya, tú no has huido de mí. ¿Eres valiente?

-No, no soy valiente. Si no me hubieras pillado tan de sorpresa habría salido corriendo como una rata acorralada.

-Como todos. No te preocupes. En fin, ¿ves esa luz? Pues ya sabes, camina hacia ella.

-¿Y ahora qué? ¿El cielo? ¿El infierno?”

-Ya lo verás.

-¿Un nuevo cuerpo para mí? ¿El Tártaro, el Hades, el Jardín del Edén? O... ¿la nada?

-Lo sabrás a tu tiempo. Ahora, camina.

Viéndolo caminar, la Muerte sintió una punzada de pena. Siempre le dolía despedirse de alguien, más aún si había tenido la oportunidad de hablar con él, de conocerle un poco.

-¿Señora?- llamó el hombre mientras desaparecía.
-¿Sí, doctor?
-Le entiendo. De veras que le entiendo.
-Doctor.
-¿Sí?
-Gracias.

El médico desapareció con un suave destello. La mano de la Muerte aún se despedía, y una lágrima, solitaria, plateó su mejilla.

Málaga, a 8 de Mayo del 2000

Dicho por Santo at 26 de Febrero 2004 a las 10:38 PM

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