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31 de Agosto del 2004

Sueños

“Hay sueños que cruzan las puertas de hueso y son ciertos;
otros hay que cruzan las de marfil y son falsos.”
Neil Gaiman

Narcolepsia. n. f. Neurol. Tendencia irresistible al sueño, que sobreviene por crisis.

Lo primero que hizo nada más volver de la consulta del doctor Pérez fue buscar la palabra en una enciclopedia. “Narcolepsia”. Le había dejado algo preocupado tanto tecnicismo. “Caballero, por lo que me cuenta usted su problema consiste en que se queda dormido en los momentos más inoportunos.” Y era un gran problema. Tuvo que dejar de conducir, y tampoco podía fiarse de los autobuses: la mayoría de los días se saltaba su parada en duermevela y aparecía en el otro extremo de la ciudad. Estaba a punto de perder el trabajo por dar cabezadas en la mesa de su oficina. Ni siquiera era capaz de tareas tan simples como hacer la comida, porque el silbido de la olla le adormecía. “Es un caso de narcolepsia aguda”, siguió el doctor, “seguramente provocado por algún grave trastorno del sueño”. Ligeramente alterado por lo que estaba escuchando, preguntó con voz temblorosa qué medicamento debía tomarse. “No le voy a recetar nada hasta que no descubramos la causa de su dolencia. Le recomiendo una cosa: pídale esta misma noche a alguien que le observe mientras duerme. Que vea si se mueve mucho, si ronca, si tose... Y vuelva después para contármelo.”

Volvió a su casa muy nervioso (lo que no quitó que echara una cabezadita en el autobús). Tras averiguar lo que significaba la palabra “narcolepsia” llamó a su hija, una joven estudiante que pasaba el día de acá para allá y no le tomaba demasiado en serio.
–Hija mía, tengo que decirte que estoy muy grave. Según el doctor, padezco una terrible narcolepsia, provocada por graves trastornos del sueño – le dijo hundido en el sillón con voz dramática. Su hija murmuró algo que se parecía sospechosamente a un “ya estamos otra vez” y le respondió conteniendo la risa:
–Papá, eso quiere decir que no duermes bien por las noches y te quedas dormido de día.
–¿Y no te parece grave? ¡Tu padre está a punto de perder el trabajo por ese problema! – exclamó Segismundo, sinceramente ofendido por la falta de sensibilidad de su hija –. El caso es que necesito tu ayuda. El doctor me ha dicho que no puede recetarme nada hasta que no sepa por qué no duermo bien por las noches. ¿Te importaría..., te importaría quedarte despierta un rato esta noche, para poder decirle al doctor cómo duermo? Si ronco, si toso, si me muevo...
–Papá, tengo un examen mañana...
–¡Por el amor de Dios! ¡Soy tu padre! ¿No vas a sacrificarte por la salud de tu padre? – volvió a decir indignado.
–Mh. En fin. Está bien. Me quedaré despierta un rato. – rezongó mientras volvía a su cuarto. – Avisa cuando te vayas a dormir.

Al rato ya estaba Segismundo arrebujado en la cama, y su hija sentada en una silla, enfrente, resistiendo el sueño como podía y dispuesta a no esperar más de media hora para irse a dormir. No era la primera vez que tenía que asistir a su padre por alguna extraña enfermedad. Lo veía respirar profundo, tranquilo. Una vez más debía de ser otra de sus tonterías. Se levantó con cuidado de no hacer ruido y salió del dormitorio, camino a su cuarto. Cuando ya cerraba la puerta escuchó un ruido en el pasillo. Extrañada, se asomó a ver qué ocurría.
...¡No podía ser!
Corrió al salón a por la cámara de vídeo. De otra forma nadie le creería. La encendió y se apresuró hacia el pasillo. Su padre caminaba con lentitud, los ojos abiertos de par en par y los brazos caídos, en dirección a su despacho. Abrió la puerta muy despacio y entró. Ella le siguió, grabándolo todo. ¡Así que era cierto! Por una vez no se había inventado una dolencia tropical. Sin moverse, paralizada por la sorpresa, vio cómo Segismundo apartaba la silla del escritorio y se sentaba. Poco a poco, sin prisas, como un experto mimo, gesticuló como si escribiera. Tomó de donde no la había una pluma, la cargó en un tintero inexistente y estiró un papel invisible; bajo él colocó un ilusorio papel secante, y comenzó a escribir, o mejor dicho a no escribir. Cada cierto tiempo le ponía el capuchón a la pluma, apartaba la hoja que, supuestamente, acababa de terminar, y colocaba otra para seguir su tarea.
Pasó así un largo rato. Después guardó la pluma y cerró el tintero; amontonó las fingidas cuartillas escritas y tiró a la papelera de un manotazo el hueco donde debería estar el papel secante. Terminado todo, se dirigió de nuevo a su dormitorio, apartó las mantas y volvió a ovillarse en la cama. No se movió más en toda la noche.

******

Sonambulismo. n. m. Comportamiento motor automático más o menos adaptado que se produce durante el sueño. Más frecuente en niños que en adultos. El sonambulismo no va asociado a ninguna enfermedad concreta en los niños, mientras que en los adultos suele deberse a una patología mental importante.

“Dios mío. ¡Una patología mental importante!”. El pobre Segismundo no pensaba en otra cosa desde que su hija le puso el vídeo. Alterado, corrió esa misma mañana al doctor y se lo entregó en mano, explicándole lo que había pasado. El médico procuró no parecer preocupado al decirle que el problema escapaba a sus conocimientos. Le dio la tarjeta de un colega suyo, especializado en psiquiatría. Seguramente él sabría ayudarle.
Segismundo estaba espantado. ¡Un psiquiatra! ¡Le tomaban por loco! No podía ser, él sólo tenía un problema de sueño. Volviendo a casa, entre cabezada y cabezada, recordó que una vez leyó algo en una revista sobre las teorías de Freud. Al parecer el subconsciente se libera en el sueño, y puede expresar aquello que preocupa al yo consciente. Decidió visitar a un psicoanalista. Seguramente él sabría interpretar lo que ocurría. Pasó toda la tarde llamando a doctores con nombres extrañísimos; al fin, un tal doctor Schnauzer le dio cita sin demora para la mañana siguiente. Esa noche se aseguró por completo de que se repetía el sonambulismo, el ritual de la escritura fantasma. A la mañana siguiente cruzó tan ojeroso como de costumbre la puerta del tal Schnauzer. El doctor era un hombre delgado y bajito, con poblada perilla encanecida, ojos de ratón y nariz ganchuda. Movía las manos nerviosamente, y se colocaba sin parar las gafas sobre el puente de la nariz. Se presentó como seguidor y actualizador de las teorías freudianas; según sus palabras, sus investigaciones eran reconocidas en toda Alemania, y ahora había venido para abrirse nuevos horizontes.
–Herr, échese ahí y póngase cómodo. – dijo con un fortísimo acento alemán, indicándole un diván de cuero rojo que lucía en medio del despacho. – Y ahora, cuénteme su problema. – el doctor escuchó impávido, tomando innumerables notas en su libreta. Después formuló dos o tres preguntas, aparentemente sin relación alguna con el tema (“¿A qué se dedica?”, “¿Cómo fue su infancia?”, “¿Tiene usted problemas en sus relaciones sociales?”). Durante unos minutos permaneció callado, con rostro pensativo, mirando la libreta. A veces alzaba un dedo y abría la boca, como a punto de decir algo. Anhelante, el paciente alzaba la cabeza, para volver a reposarla decepcionado cuando el doctor callaba, tachando algo del cuadernillo y murmurando incoherencias en alemán. Al fin, Schnauzer se levantó y paseó por la habitación.
–¿Qué tengo, doctor? – preguntó Segismundo sin moverse del diván, con tono tembloroso.
–Mmh... – dudó. Se detuvo. Volvió a caminar y al fin se decidió a hablar –. Parece que estamos ante un claro caso de dualidad narcoléptico–sonámbula personal.– dijo muy seguro de sí mismo.
–Ah, claro... – musitó el enfermo – ¿Y eso qué significa, doctor?
–Significa que su yo subconsciente necesita con urgencia hablarle a su yo consciente. Para que me entienda: hay algo dormido dentro de usted que necesita contarle algo a usted para que lo sepa cuando está despierto. Me dijo que era usted secretario. Se pasará el día redactando cartas, informes, fichas... Y también me dijo que es usted bastante tímido y no le gusta tratar con desconocidos ni hablar en público. Probablemente no se le ocurre otra forma de hablar consigo mismo (quizá para usted mismo un perfecto desconocido) que escribiéndose.
–¿Y qué me recomienda, doctor? – respondió el pobre Segismundo sin haber entendido nada, y por tanto cada vez más preocupado. En este momento le daba exactamente igual averiguar qué tenía y por qué: sólo quería saber cómo curarlo.
–Sinceramente: ni idea. Es la primera vez que trato con un caso de estas características. No se me ocurre ninguna solución definitiva. – calló durante unos segundos, y al fin añadió: – Probemos una cosa. No recoja su mesa antes de acostarse esta noche. Deje encima papel, pluma y tintero. Puede ocurrir que no trace más que líneas sin sentido sobre el papel. Pero, claro está, también puede pasar que componga un texto más o menos legible, y a partir de él podamos tratar de curar su problema. – esto comenzó a aliviarle. Al fin podía hacer algo para tratar de curarse. El doctor se dirigió a su mesa y le indicó que ya podía levantarse. Le pasó un cheque a su nombre en el que lucía una cifra muy abultada, que Segismundo firmó distraído, sin dejar de pensar en su problema. Cogió la factura que el doctor le tendió y se despidió, prometiendo volver al día siguiente con los papeles que escribiera.

******

Obsesión. n. f. (lat. Obsessionem, bloqueo, der. De obsidere, asediar). Idea o preocupación que no se puede alejar de la mente.

Preparó los útiles de escritura con mimo. Encendió una pequeña bombilla en la habitación, una tenue luz que le ayudara a escribir sin despertarle. Dejó la puerta abierta y la aseguró para que no se cerrara. Calculado hasta el último pequeño detalle (dependía de ello su salud), se acostó y esperó a dormirse.

La noche pasó blandamente, y amaneció con desgana un día nublado de invierno. Sonó el reloj a la hora de siempre, y Segismundo se despertó con la habitual sensación de haber dormido mal. Se levantó algo desorientado, y tras unos segundos mirándose los dedos de los pies lo recordó todo. Corrió impaciente hacia su despacho. Encendió las luces y miró encima de la mesa...
No había en ellas líneas ni dibujos. Ni siquiera había palabras sueltas: las incoherencias que dicta la luna al oído en las horas del sueño. El doctor dijo que podía ocurrir lo improbable, que hubiera un pequeño texto con algo de estructura interna. Se quedó corto en sus apreciaciones. ¡Allí había nada menos que quince, quince páginas perfectamente escritas de una historia! Un relato de narración ágil en que él mismo era el protagonista. Aunque no era exactamente él mismo. Entiéndase: el personaje era un tal Segismundo Morales, de profesión secretario, con una hija joven estudiante. Pero no era la misma persona. Al comienzo de aquellas líneas Segismundo trababa amistad con un hombre que luego resultaba ser narcotraficante; a la vez, era captado por la policía para hacer de agente doble e introducirse en su organización criminal, y así desmantelarla. El verdadero Segismundo nunca haría algo así, claro está. Era demasiado arriesgado. Peligroso. Sin embargo, en aquellas páginas se atrevía a enfrentarse con hombres armados; a conducir coches a velocidades de vértigo; era ingenioso, mordaz, seductor. Y su hija le admiraba.

Aquello no tenía sentido. Ningún sentido.

Corrió a la consulta del doctor Schnauzer. Éste le esperaba tras su escritorio de madera oscura, con los hombros encogidos y un vaso humeante de café negro entre las manos. Le saludó con una inclinación de cabeza y rogó a herr Segismundo que se sentara. Sin mediar palabra cogió las páginas que el nervioso hombrecillo le tendía y las leyó con avidez. Cuando terminó levantó la vista hacia él con incredulidad.
–¿Está seguro de que esto lo ha escrito esta noche y no es una broma de su hija? – mientras hablaba, seguía releyendo una y otra vez las cuartillas.
–Seguro, ella nunca me gastaría una broma así. Vamos, doctor, dígame qué significa todo esto. ¿No creerá usted que le estoy engañando?
–No, no lo creo.– “nadie pagaría mis facturas sólo para reírse de mí”, pensaba Schnauzer (y con razón). Permaneció aún unos segundos callado, y dijo al fin: – Le hablaré con sinceridad, herr Segismundo. No entiendo nada. Quizá esto signifique que a su subconsciente no le gusta algo de usted y trata de decírselo; o se trate de una liberación de fantasías reprimidas. El caso es que la única persona que le conoce a usted tanto como para descifrar las claves secretas de este texto es usted mismo. Herr, el único consejo que puedo darle es que espere. Siga dejándose la pluma cada noche, siga leyendo lo que escriba (si es que vuelve a escribir algo). Y trate de entender la llamada de su subconsciente – terminó dramáticamente. A Segismundo aquello del subconsciente le sonaba a chino, pero asintió. Firmó el cheque que le tendió el psicoanalista y, guardando la factura en la cartera, se marchó entristecido.

Siguió el consejo del alemán. Durante varias noches la historia se desarrolló. El personaje fue tomando forma en las cuartillas: era él, tenía rasgos inequívocos suyos (expresiones, costumbres y manías que quedaban reflejadas con fidelidad en el texto) pero a la vez era una persona totalmente distinta. Ahora estaba metido en una complicada trama de corrupción y poder. Se había infiltrado con éxito en la organización criminal y había subido puestos con mucha facilidad gracias a sus habilidades. Sin embargo ahora la policía le daba la espalda. Algo olía mal en todo aquello, y su vida corría peligro; tal vez fuera sólo un peón en un extraño juego, pero tenía que descubrirlo antes de que todo acabara mal para él. A la vez había conocido a la mujer de uno de los narcotraficantes. Se enamoraron nada más verse, y entre besos clandestinos se juraron fidelidad eterna.

Segismundo leía cada mañana la historia con avidez. Aunque se veía en el relato como un completo extraño, se sentía protagonista, pues sabía que era él, siempre él, quien se comportaba como un héroe. En cuestión de días se operaron cambios profundos. Para empezar había desaparecido su problema de narcolepsia. Cada mañana, por unos momentos, se sentía grande, valiente, seductor, ingenioso. Salía de su casa muy animado; caminaba hacia el trabajo con paso firme y seguro. Comenzó a mirar a la cara a la gente cuando hablaba. Puso en su sitio a su jefe, que trató (una vez más) de tenerle más horas de la cuenta en la oficina. No se lo podía creer, ¡él, Segismundo Morales, secretario, parándole los pies a todo un director! De vuelta al hogar saludaba a su hija con efusión. A veces era capaz incluso de arrancarle alguna carcajada con un chiste o una broma aguda. Ella no se lo podía creer; su padre parecía otra persona; más de una vez le preguntó si había pasado algo que ella no supiera. Tal vez, pensaba, se hubiera enamorado. Nunca lo había visto así.

Sobre el papel, su otro yo comenzaba a descubrir las claves para desentrañar el enigma. Efectivamente, había peces gordos metidos en el asunto. Averiguó algunos nombres, pero seguía sin entender qué significaban y por qué le habían metido a él para investigarlo todo. Mientras, su relación con aquella misteriosa mujer se había distanciado, pues el marido, sospechando algo, dobló la vigilancia sobre ella. Cada vez estaba más inmerso en aquella historia. Sin darse cuenta incorporaba a su personalidad rasgos de la de aquel otro Segismundo, tan distinto a él. Día a día estaba más inmerso en todo aquello. Cuando llegaba al punto final de la lectura una curiosidad terrible le mordía las entrañas. La narración siempre se cortaba en los momentos más emocionantes de la historia. Necesitaba saber qué pasaría a continuación, qué iba a hacer él ahora que estaba cara a cara con un narcotraficante que le decía: “Hay algo en ti que no cuadra”. O ahora que se enfrentaba a dos matones. En una semana, Segismundo se aficionó tanto a la historia que casi no pensaba en otra cosa. Se pasaba las horas en el trabajo deseando que llegaran las tres, para poder volver a casa y releer las cuartillas de la noche anterior. El resto de la tarde la consumía en revisar las de días pasados para no olvidar detalle, en hacer anotaciones, y en desear con todas sus fuerzas que tardara menos en llegar la noche. La noche, para poder soñar; soñar esa historia maravillosa que le había cambiado la vida. A veces intentaba continuar escribiéndola despierto, pero le resultaba imposible. No se le ocurría ni una sola palabra. Otras veces trató de dormir toda la tarde, para ver si así podía adelantar el siguiente capítulo. Pero el hechizo sólo se repetía de noche.

Su hija, al principio encantada con el cambio, comenzó a preocuparse. Su padre había pasado de ser un hombrecillo gris a un caballero encantador en cuestión de días; y de golpe se había vuelto meditabundo y hosco. Sólo si ella le preguntaba por lo que había pasado la noche anterior recuperaba el entusiasmo. Se ponía de pie y le contaba todo con pelos y señales, gesticulando, cambiando la voz para cada personaje: cómo él había tumbado a los sicarios de una banda rival; cómo había huido saltando por un precipicio con su coche; repetía las frases apasionadas que él dedicaba a su amante secreta. Al principio se divertía con la trepidante narración de su padre; después le entristecía ver cómo se transformaba, cómo parecía vivir tan sólo para esa historia fingida. Al fin se atrevió a hablarle del tema. Él estaba sentado en el salón, con papeles en las manos y escribiendo algo en una libretita.
–Hola, papá... – se quedó parada frente a él, sin obtener respuesta –. Papá... ¡Papá!
–¿Eh? Ah, ¿estabas ahí? Perdona, no te había visto – y volvió a posar la vista sobre las hojas.
–¿Qué estás haciendo?
–Anoche descubrí que el agente que me captó para la investigación ha sido asesinado. Estoy contrastando las pruebas con los testimonios de algunos testigos. Sospecho que alguien importante de la policía está metido en esto.
–Pero papá... Todo eso no te está pasando a ti. Sólo es una historia, ¿recuerdas? Vamos, papá, escúchame... ¡Te estoy diciendo que escuches lo que quiero decirte! – consiguió que la mirara con rostro enfadado.
–Está bien. Habla.
–Estoy muy preocupada por ti, papá. Al principio me gustó que cambiaras... Parecía como si tomaras ejemplo de ese personaje. Comenzaste a parecerte a él en muchas cosas... Yo creía que él representaba todo lo que tú querías ser y no eras, y por eso lo imitabas. Pero ahora estás demasiado obsesionado con esto... Pasas el día concentrado en esos papeles como si no existiera nada más en el mundo.
–Me he dado cuenta de que, si durante el día colaboro en la investigación, de noche avanza más rápido – la interrumpió –. Haré lo que haga falta para llegar al final de este caso.
–Oh, vamos, papá, ¡esa historia la escribes tú mismo! – suavemente al principio, resbalaron lágrimas por sus mejillas; cuando volvió a hablar estalló en llanto –. Ni siquiera es ajena a ti, ¡es fruto de tu imaginación, es sólo cosa tuya! ¿Cómo puedes estar buscando con tanta ansia una solución que sólo tú conoces a un enigma que sólo está en tu mente? ¡Podrías terminar el caso ahora mismo, y lo sabes; bastaría con que lo desearas, con que lo escribieras!
–No. No podría. Ya lo he intentado. Todo ocurrirá a su tiempo.
–¡Hablas de ese personaje como si fueras tú mismo! ¡Papá, te estás volviendo loco!
–¿Eso es todo lo que tenías que decirme? – le cortó con dureza. Ella no respondió. Sólo siguió llorando y mirándole –. Muy bien. Ya te he escuchado, como querías. Ahora déjame seguir trabajando. La investigación no puede esperar.

******

Insomnio. n. m. Imposibilidad o dificultad para conciliar el sueño o para dormir lo suficiente.

La investigación del relato de Segismundo avanzaba, pero llegó un momento en que el caso se volvía cada vez más oscuro y difícil. También había avanzado la obsesión hasta tal punto, que el Segismundo de la vigilia decidió dejar la oficina para poder dedicar todo el día a resolver los últimos rompecabezas. Fue a su médico y se ganó una baja por depresión gracias a una interpretación magistral. Comía a deshoras para no interrumpir una deducción por algo tan banal como un plato de sopa.

Comiendo estaba ella cuando su padre irrumpió en la cocina como un vendaval. Desaliñado, sin afeitar, con el pijama puesto y agitando papeles en las manos.
–¡Ya lo tengo, hija! ¡Ya lo tengo! – gritaba. Ella se quedó paralizada por la sorpresa. Rápidamente comprendió que aquello podía significar el fin de la locura de su padre.
–¿Ya has encontrado las pruebas que incriminen a los culpables?
–¡Sí, ya lo tengo todo! ¡Todo encaja! Anoche encontré unas pistas determinantes, y hoy al fin lo he visto todo claro – se sentó frente a su hija, que le escuchaba atenta y le miraba como cuando, de niña, le escuchaba contar historias –. Ya sabes que había alguien metido en la organización que era una pieza importante de la policía. Al fin lo he descubierto todo. Es el jefe de los narcotraficantes, ¡y es a la vez nada más y nada menos que el subdirector de los servicios secretos! El jefe ocultaba su posición real en ambos bandos, policías y criminales. Seguramente la cúpula criminal lo sabe, pero los agentes de a pie no están al tanto. No permitirían que alguien de la madera estuviera al mando; se jugaba la vida si se descubría todo. Pero se empezaban a escuchar voces que rumoreaban la verdad. Su idea era desmentirlo todo metiendo un peón de la policía en la organización y sacrificándolo. Y ese peón...
–¡Eres tú! – terminó entusiasmada su hija.
–¡Efectivamente! Con lo que no contaba él es con que soy un hueso duro de roer. Le he descubierto, tengo las pruebas para incriminarle y terminar con todo esto. ¿Y sabes lo mejor? Voy a escupírselas a la cara. Anoche conseguí concertar una cita con él, sin que sepa que soy yo quien va a ir a verle. Esta noche haré todos los preparativos, y pasado mañana...
–¡Pasado mañana todo terminará!
–Sí, hija mía. ¡Todo habrá acabado! – gritó entusiasmado, y los dos se abrazaron con alegría.

Esa noche la emoción le tuvo un rato en vela. ¿Qué pasaría al final? ¿Cómo terminaría todo? Al fin el sueño le alcanzó, y a la mañana siguiente corrió a su despacho para leer qué había pasado.

La cita quedó concertada en el reservado de un bar de carretera. Allí fue Segismundo con sus papeles y una pequeña pistola escondida bajo la chaqueta, por si había problemas. Se sentó a la mesa que había preparada y esperó pacientemente. Pasados quince minutos de la hora de la cita, la puerta se abrió lentamente. Él se echó hacia delante en la silla, impaciente.

Pero no cruzó la puerta el jefe, como esperaba. Sino su amante. Tenía toda la cara amoratada y un labio roto, la ropa hecha jirones y señales de golpes en todo el cuerpo. Comenzó a musitar entre lágrimas: “Perdóname, cariño, me han obligado, yo no quería...”. Entonces lo comprendió todo. Se levantó y trató de sacar la pistola, pero antes de que le diera tiempo ya habían cruzado la puerta el jefe y tres sicarios armados. “Guárdate ese juguete”, le dijo sonriendo su antagonista. “Vamos a hablar”.

La conversación se desarrolló en privado; los sicarios esperaban en la puerta por si había problemas. Según le contó el jefe, había empezado a sospechar que él sabía demasiado; descubrió por casualidad su nuevo romance y, bajo tortura, su amante reveló lo que sabía de él. Quería saber qué había averiguado Segismundo y cómo. Escuchó sorprendido todo lo que éste le contó. Le felicitó sinceramente por su trabajo, pero le dijo que, como sabía, no podía dejarle con vida. Había elegido mal el bar para la reunión... Los dueños eran parte de la organización. Nadie volvería a verle. Llamó a los sicarios para que entraran. La mente de Segismundo volaba, febril, buscando una idea. Tal vez podría volcar la mesa y sorprenderles, lo que le daría tiempo a huir. No podía morir. Los héroes siempre ganan. Encontró una solución justo cuando se abría la puerta...

Justo en ese punto se terminaba la narración.

Ése fue el peor día de la vida de Segismundo. No podía estar quieto. No podía pasar sin saber qué ocurriría ahora. Faltaba una noche, sólo una noche, para conocer el final de la historia. Tanto trabajo, tantas preocupaciones, tanto peligro... El tiempo se alarga cuando esperas; al fin se hizo de noche, aunque parecía que nunca iba a caer el sol. Segismundo se acostó con impaciencia para soñar y escribir el final de su historia.

Sin embargo, aquella noche no pudo dormir.

Ni tampoco la siguiente. Ni ninguna más.

******

–Su caso es extrañísimo. Ahora padece insomnio crónico, un insomnio que no responde a la medicación: ni siquiera bajo el efecto de los fármacos llega usted a dormirse profundamente. Se mantiene en un incómodo estado de duermevela toda la noche. Lo siento, señor Segismundo. No puedo hacer más que seguirle recetando estos medicamentos. El día menos pensado volverá usted a dormir con normalidad.

Eso no le valía. El día menos pensado. ¿Qué sabía el médico de su angustia, de su dolor? Ahora nunca sabría el final de su historia. Jamás leería cómo pudo escapar de aquella terrible encerrona; si salvó la vida, si escapó con su amante a lejanas tierras. Nunca lo sabría. Estaba más allá del límite de la desesperación. Caminando de vuelta a casa encontró la solución. Al llegar abrazó a su hija, le dijo que la quería y entró en su cuarto.

******

Sr. Juez:
Quiero dejar constancia de los motivos que me impulsan a hacer esto. Querría también que mis palabras pudieran servir de ejemplo, o mejor dicho de contraejemplo; pero me temo que algo así está fuera de mi alcance.
Me encontrarán tumbado en la cama, con los ojos cerrados, y (espero) una expresión de dulce calma en el rostro. Encima de mi mesita de noche habrá varias cajas vacías de narcóticos y relajantes. La luz estará apagada y las ventanas abiertas, para que entre la brisa nocturna y pueda ver la luna llena mientras, lentamente, me adormezco para siempre. Porque eso es lo que quiero. Dormir, dormir, dormir...
Durante toda mi vida he sido un hombre gris, anodino y vulgar. Un pequeño y pusilánime ejemplar más del rebaño, siempre temeroso de todo: de contraer alguna terrible enfermedad, de sufrir un accidente... tal vez incluso de ser feliz. Sin embargo, un día el azar me dio un sueño por el que vivir. A lo largo de muchas noches, como una válvula de escape, una voz interior me dictaba una historia imposible (que, pese a todo, podría ser), sobre un hombre inexistente (que, en el fondo, era yo). Ése con quien siempre, en secreto, había soñado ser. Hice todo lo posible por ayudarle, por ayudarme; traté de parecerme a él, de cumplir mi sueño. Poco a poco me he ido difuminando, convirtiéndome en él (¿en mí mismo?). Ahora recuerdo y entiendo las palabras de Schnauzer: “hay algo dormido dentro de usted...”. Ese algo era yo mismo. Y cuando todo estaba a punto de consumarse, cuando creía que podía ser feliz, estalló como una pompa de jabón. Ahora no sé siquiera quién soy; no sé si quien escribe estas líneas es él o soy yo, o los dos a la vez. El Segismundo de siempre no tendría valor para quitarse la vida. El otro (¿el irreal? ¿No será acaso más real que yo mismo?) no tendría motivos. También podría ser que él fuera más real que yo; que, habiendo nacido de mí, haya cobrado existencia fuera de mí, y ahora sea más real que yo mismo. ¿Y yo?¿Acaso no puedo ser también un cuento soñado por alguien, un cuento que cree tener existencia propia? Y de ser así, ¿quién me sueña a mí cada noche? ¿Quién es mi soñador... y quién le sueña a él? ¿Qué pasaría si, como me han arrebatado a mí mi historia, se la quitaran a él? ¿Tendría valor para tomar una decisión como ésta?
Todo es demasiado cruel: ¿para qué me dio un sueño la vida, si después habría de quitármelo?
Nunca he sabido lo que era tener ilusiones, proyectos... Mi trabajo ha sido un trámite que cumplir para permitirme comer tres veces al día. Tener una hija fue encontrarme con una boca más que alimentar. Todo ha estado a punto de cambiar, cambiar para siempre. Pero no ha podido ser. Nunca he amado con más fuerza a mi hija que ahora. Ni a mi vida (no la que es, sino la que podría haber sido). Es extraño. Ahora que voy a morir tengo más ansias por vivir que nunca. Seguramente por eso quiero hacer esto; porque he comprendido lo que es la vida de verdad, pero me la han quitado, me la han quitado. ¿Quién quiere volver a la cárcel después de saber lo que es la libertad? ¿Quién quiere?
Nadie es culpable de esto que voy a hacer. Nadie más que yo mismo. No sé si por aferrarme de forma tan enfermiza a un sueño (¿qué hay más vano que las ilusiones nocturnas?) o por no haber sabido aprovechar mis años. Pero ahora quiero enmendar mi error. Ya que no puedo dormir para soñar el final de mi historia, para hacer real mi sueño, para vivir libre, ¡libre al fin!, prefiero quitarme la vida. Seguramente me tomen por loco: ¿pero acaso no murieron muchos otros por un sueño, y los llamaron héroes, profetas o mártires? Morir por un sueño...
Un sueño. Ahora tengo el valor que no tenía antes para cumplirlos. Eso es lo que voy a hacer ahora. Quitarme la vida, pero no para morir, sino para soñar... Cerrar los ojos bajo la brisa, a la tenue luz de la luna, y dormir, dormir, dormir para siempre... Dormir arrullado por la voz de mi sueño, acunado por las historias que me quiera contar la noche eterna al oído.
Nada me queda por decir. Ya saben por qué hago esto. Por un sueño.

Ha caído el sol. Noche cerrada. Ya es hora de que acabe todo.

¡No me despierten, por Dios! ¡Déjenme dormir, déjenme, déjenme!

Málaga, invierno del 2003

Dicho por Santo at 31 de Agosto 2004 a las 07:24 PM

Diverso Variable: Comentarios
Comentarios: Sueños

Mu weno, chavalote! n_n
Esta way, me esperaba otro final, asi qe me ha sorprendido ;)

Escrito por Raul Lupi a las 1 de Septiembre 2004 a las 12:25 AM

Qué buena la historia. Y pensar que yo me harto de hablar solo cada noche... :S

PD: ¿Esta es por casualidad el cuento que le comentabas una vez al Chino en Yonquisquare hace mucho tiempo? Por las fechas y la trama, me suena.

Escrito por Jarry a las 1 de Septiembre 2004 a las 02:01 AM

Es posible. Al Chino le he comentado muchas ideas de historias en Yonkisquare. ^^

Escrito por Santo a las 1 de Septiembre 2004 a las 04:16 PM

No, no era... la que le comentabas al Chino era la del comesueños...

Escrito por Delirio a las 1 de Septiembre 2004 a las 08:59 PM

Justamente la del comesueños no recuerdo habérsela contado... De todos modos, nos pasamos media vida en la plaza Yonki, y yo personalmente también empleo bastante tiempo en contarle al Chino la última chalaúra que se me ha ocurrido para escribir, así que no es de extrañar.

Escrito por Santo a las 2 de Septiembre 2004 a las 02:12 PM

Plas plas plas plas¡Mu weno...y muy invernal(como se nota q el verano se bate en retirada..).Tambien yo empiezo a septembrear...Y hoy me quedo con esto:-"¿quién me sueña a mí cada noche? ¿Quién es mi soñador... y quién le sueña a él?"-Santo dixit.Amen.

Escrito por sixto a las 3 de Septiembre 2004 a las 04:11 PM

"Es extraño. Ahora que voy a morir tengo más ansias por vivir que nunca."

Increible.

Escrito por Eowyn a las 11 de Septiembre 2004 a las 12:39 AM

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