30 de Enero del 2005

Antonio Jiménez Millán: Un ejemplo literario

Antes de terminar con las Décimas de un amor probable, querría realizar un homenaje que desde hace tiempo llevo conspirando. Casa invadida (Madrid, 1995). No sé qué hacía aquel poemario en la estantería de mi salón, ni qué me llevó aquella tarde de cenizas y noviembre a quedarme colgado de sus páginas. Páginas que, seguramente, descansaban ahí, tímidas e ignoradas, desde hacía demasiado tiempo. Pasé la tarde y parte de la noche descifrando cada verso, posándolo en el eco de mi mente con la sorpresa que merece el descubrimiento de un tesoro que va más allá del dinero y el poder.

Antonio Jiménez Millán. Su autor. Granada, 1954. No sé hasta qué punto será un hombre reconocido dentro de los círculos literarios del panorama nacional. Ni conozco demasiado bien el contexto poético actual, como para valorar su obra desde una perspectiva más o menos acertada. Advierto que en el campo de la poesía, como en tantas otras cosas, es mucho más lo que desconozco, que lo que sé. Pero desde la humildad de la ignorancia, con mi austera dosis de conocimiento, me aventuro a decir que, cuando hablo de Jiménez Millán, hablo de un gran poeta. Si queremos, podemos usar las mayúsculas para definirlo, sin miedo a exagerar.

Después de Casa invadida, quise profundizar en su obra y me tropecé con versos que dejarán su sello en mí, en mi juventud, como el eco de las canciones que nos remiten, décadas después, a otro tiempo, otro espacio y otros rostros, desde la nostalgia más amable, que es la de la propia juventud. Quiero decir que Inventario del desorden, por ejemplo, editado en 2002 y ganador del XXIV Premio Ciudad de Melilla, es de los mejores poemarios que he leído en los últimos años. El comienzo, de por sí, es demoledor. Así podría ser yo, si no hubiera / cambiado de lugar / y no desconfiara de las patrias, / las religiones / y las banderas. Versos que sirvo en la bandeja de esta crítica, extraídos de ese primer poema en el que se observan atisbos evidentes de lo que será una obra de una belleza desmesurada, de un decadentismo sublime y una visión que, como califica el fabuloso (sí, fabuloso) Luis García Montero es infiel, insumisa… Ajena a las costumbres.

Antonio Jiménez Millán es profesor de la Universidad de Málaga. Su asignatura: Poesía Europea Contemporánea. Yo la tomé como de libre configuración. Tardé tiempo en saber que quien daba las clases era el autor en cuestión. Hay algo que me llamó mucho la atención: en ninguna de las clases a las que asistí hizo ninguna referencia a su obra. Ni siquiera insinuó que escribiese. Eso dice mucho, a mi entender, de su persona. De la humildad y de lo poco hinchado que mantiene su ego. Todos sabemos la cantidad de profesores que andan por las facultades de este país con una obra pródiga, que bien podría valer para limpiar cristales (por no ser escatológico ni grosero), y antes de presentarse ya están haciendo referencia a su literatura de cartera, recomendando lo interesante que sería adquirir un ejemplar de su último estudio para aprobar la asignatura. No es el caso. Pero si lo fuese. Si fuese mucho peor. Si Jiménez Millán fuese el ser más despreciable del planeta (entiéndase la exageración del contexto), me daría igual. Porque su obra—que es la única herencia importante y, prácticamente, posible de un artista—seguiría siendo indiscutible, precisa, genial… Antonio Jiménez Millán: un ejemplo literario. Lo recomiendo. Aquí dejo una breve bibliografía del autor para que el que quiera vaya a buscarla. Merece la pena.

Ventanas sobre el bosque. Premio Rey Juan Carlos I. Madrid, 1987.

Casa invadida. Madrid, 1995.

Inventario del desorden. XXIV premio Ciudad de Melilla. Madrid, 2002.

Posted by Alejandro Díaz at 12:45 PM | Comments (1)

10 de Diciembre del 2004

Carta abierta

Por muy liado que ande uno y no tenga tiempo para escribir, siempre guarda un rato para leer. Lee que te lee me he encontrado esto en Escolar, una historia, cuando menos, significativa. Cada lector que saque las conclusiones que le parezcan.

Carta abierta a Lluis Bassets, director adjunto del diario El País.

Ignacio Echevarría
Barcelona, 9 de de diciembre de 2004

Estimado Luis,

Como esta es una carta abierta, conviene repasar algunos hechos que te son bien conocidos.

El pasado 4 de septiembre apareció en Babelia una reseña mía sobre la novela 'El hijo del acordeonista', de Bernardo Atxaga, por entonces recién publicada. La novela -interesa puntualizarlo- ha sido editada en castellano por Alfaguara, que pagó un importante adelanto para hacerse con ella, y que la lanzó como uno de los "platos fuertes" de la rentrée otoñal. Como suele suceder en estos casos, Babelia prestó una atención especial a la novedad, dedicándole a Atxaga la portada del suplemento y una amplia entrevista. En este contexto apareció mi reseña, que era inequívocamente desaprobatoria del libro, pero que -importa hacerlo constar- me había sido solicitada por la directora del suplemento, María Luisa Blanco, quien antes me consultó acerca de mi opinión sobre Atxaga, respondiéndole yo, sin falsedad, que se trataba de un autor cuya trayectoria venía siguiendo con curiosidad y con respeto.

La publicación de la reseña provocó en la dirección del periódico una fuerte conmoción, que se tradujo de inmediato en un pautado despliegue de artículos, entrevistas y crónicas que, en conjunto, apuntaban tanto a paliar y neutralizar los posibles efectos de la reseña como a compensar a Bernardo Atxaga por los perjuicios de todo tipo que ésta pudiera acarrearle. En cualquier caso, la reacción fue tan desproporcionada, que llamó la atención de numerosos medios de prensa españoles, que se hicieron eco de ella de la más variada forma, en general con sorna, pero también con escándalo y con sorpresa.

Yo mismo quedé consternado, y más expuesto que nunca a las dudas de siempre, que me asaltaron con especial crudeza. ¿Tiene sentido ejercer la crítica en un medio dispuesto a desactivar los efectos de la misma y a desautorizar a su propio crítico? ¿Tiene sentido tratar de hacer una crítica más o menos exigente e independiente en un medio que parece privilegiar y defender a ultranza, sin el mínimo decoro, los intereses de una editorial que pertenece a su mismo grupo empresarial? Haciendo caso a quienes me recomendaban no abandonar ni ceder terreno precisamente en momentos como éste, me resolví al final a escribir una nueva reseña, apalabrada ya desde meses atrás, y que mandé a la redacción de Babelia el pasado 13 de octubre. Se trataba en esta ocasión de un comentario a 'El bosque sagrado', un ya clásico libro de ensayos críticos de T.S. Eliot que la editorial Langre, de El Escorial, ha publicado este mismo año.

Al poco de ser recibida en el periódico, la reseña fue "retenida" por ti, que diste instrucciones de que no se publicara. Como esta situación se prolongara durante más de dos semanas, me decidí a dirigirte, con fecha del 28 de octubre, una carta en la que te manifestaba mi extrañeza y en la que te pedía explicaciones. Añadía en mi carta que me resistía a aceptar las explicaciones que a mí mismo se me ocurrían, y te recordaba que llevaba catorce años colaborando con el periódico.

En la respuesta que me dabas el día siguiente, en carta del 29 de octubre, confirmabas que habías impartido, en efecto, instrucciones de que mi reseña no se publicara, y para justificar esta decisión aportabas unas pocas reflexiones que ponían muy en duda las posibilidades de mi continuidad en Babelia a la luz, sobre todo, del tono en tu opinión demasiado tajante y descalificatorio empleado por mí a la hora de valorar la novela de Atxaga.

"Se ha dicho", me escribías, "y supongo que te habrá llegado, que tu crítica era como un arma de destrucción masiva y que el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie."

Tengo entendido que quien dijo esto, y lo dijo a voz en grito, frente a varios testigos, fue Jesús Ceberio, director de El País, el lunes siguiente a la publicación de mi reseña. Y te confieso que, dentro de todo, no deja de resultar halagador, para mí y para el oficio de crítico, que a alguien le quepa pensar que una simple reseña, escrita en el tono que sea, pueda tener los efectos de una arma de destrucción masiva. No deja de resultar cómica, por otra parte, la ocurrencia de emplear la metáfora "arma de destrucción masiva" en estos tiempos que corren. Parece que estamos todos condenados (unos más que otros) a presumir su existencia allí donde no las hay.

En tu carta aceptabas tranquilamente la posibilidad de que las explicaciones que yo mismo me daba acerca de lo ocurrido, y que me resistía a aceptar, fueran buenas. Y eso es lo alarmante, pues entre esas explicaciones se cuentan dos particularmente graves. A una ya he hecho referencia al aludir a mis dudas sobre el sentido de tratar de hacer una crítica independiente en un medio que parece privilegiar, con descaro creciente, los intereses de una editorial en particular y, más en general, de las empresas asociadas a su mismo grupo. No parece casual que sea un libro de Alfaguara el que haya alentado tus escrúpulos sobre el tono que eventualmente empleo a la hora de hablar sobre un libro que considero francamente malo. Llevo muchos años empleando un tono muy parecido, y el hacerlo no ha sido hasta ahora motivo de estupor ni de reprobación, más bien lo contrario. Te invito, para comprobarlo, a releer mis reseñas de las últimas novelas de autores como Jorge Volpi (Seix Barral), Antonio Skármeta (Planeta), Jaime Bayly (Espasa) o Lorenzo Silva (Espasa), tanto o más duras que la dedicada a Bernardo Atxaga, todas ellas publicadas en el plazo de un año a esta parte, o poco más.

Pero lo que me preocupa de verdad es que El País, del que vengo siendo lector desde hace más de veinte años, y donde vengo escribiendo desde hace catorce, pueda ejercer de un modo abierto la censura y vulnerar interesadamente el derecho a la libertad de expresión, del que tan a gala tiene ser defensor y valedor. Eso, y no otra cosa, es lo que se desprende de la resolución de vetar a un antiguo colaborador por el solo motivo de haber manifestado contundentemente, sí, pero también argumentadamente, su juicio negativo acerca de una novela.

Me decías en tu carta que dudabas aún sobre qué hacer conmigo, y me anunciabas, para "los próximos días", una "respuesta completa" a mi petición de explicaciones. Pero ha pasado más de un mes, y supongo que las pobres reflexiones que entonces me adelantabas no han hecho entretanto sino cobrar cuerpo. Con fecha del mismo día 29 de octubre te escribía yo que quedaba a la espera de tu "respuesta completa". Pero no dispongo de una eternidad para eso. Entiendo que la espera ha transcurrido en vano, y soy yo el que de nuevo tomo la iniciativa de escribirte esta carta abierta para esta vez simplemente decirte adiós, y despedirme de paso de los lectores de El País que durante todo este tiempo han seguido, con su aprobación o con sus desacuerdos, mi empeño quizás insensato de perseverar en el cada vez más menoscabado y cuestionado ejercicio de la crítica.

Vale.

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Y la crítica en cuestión:
LA NECESIDAD DE LA FICCIÓN
Una elegía pastoral

IGNACIO ECHEVARRÍA

BABELIA - 04-09-2004
Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser, para muchos, mascarón de proa de la literatura de toda una comunidad, la del País Vasco, cuya situación tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa de ella, el máximo rigor y la mayor entereza.

Bernardo Atxaga (Aestasu, Guipúzcoa, 1951) nunca ha eludido -y eso le honra- la representatividad que viene recayendo sobre él desde el éxito clamoroso de Obabakoak (1988). No cabe dudar de las presiones que ello comporta y de lo difícil que tantas veces ha de resultarle abrirse paso a través de ellas. Hasta cierto punto, ello podría servir de atenuante de la tibieza y de la confusión que rodean la percepción que Atxaga tiene de la realidad vasca. Pero no puede de ningún modo atenuar, por lo que toca a esta novela, el carácter tan tópico -acusadoramente tópico, esta vez- de sus planteamientos narrativos, la enclenque consistencia de sus personajes, la poquedad de sus desarrollos.

El hijo del acordeonista tiene por principal escenario Obaba, la imaginaria localidad vasca en la que viene recreando Atxaga, con tintas arcaizantes, los atributos del ámbito rural en el que él mismo se crió. Entre otras cosas, la novela viene a contar el deterioro y la pérdida definitiva de ese mundo idílico por obra del progreso, sí, pero sobre todo por la injerencia de una violencia histórica en cuya espiral queda atrapado David, el protagonista del relato.

Las circunstancias que, hacia finales de los años sesenta, pudieron empujar a un sano e ingenuo chavalote vasco a militar en ETA: tal parece el asunto que Atxaga pretende ilustrar, echando mano de la experiencia de toda su generación y, eso sí, dejando claro su actual distanciamiento de la actividad terrorista tal y como se viene desarrollando desde el establecimiento de la democracia.

Cuando apenas cuenta 13 años, un informe psicólogico atribuye la poca sociabilidad de David al "apego" que siente por "el mundo rural", y hace constar que "los viejos valores" aparecen en su mente "confundidos con los modernos". Muy tempranamente, David siente la llamada poderosa de formas de vida arcaicas, que lo mueven a añorar un "mundo antiguo" que sobrevive todavía en las cercanías de Obaba. Allá frecuenta el caserío familiar de Iruain, en "un pequeño valle verde, bucólico", que parece destinado a acoger a los "campesinos felices" (así los llama él siempre, citando a Virgilio), junto a los cuales se siente David más a gusto que entre sus compañeros de colegio.

El conflicto empieza cuando, siendo todavía adolescente, David descubre poco a poco el oscuro pasado de su padre, acordeonista de profesión, que colabora con las autoridades franquistas y que estuvo implicado, al parecer, en los fusilamientos que tuvieron lugar en Obaba tras la entrada en el pueblo de los facciosos, a los pocos meses de estallar la Guerra Civil. Pese a su completa ignorancia de lo ocurrido, David se siente "enfermo sólo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre".

A partir de entonces, el mundo de David queda ensombrecido por la maldad impenitente de los fascistas y sus secuaces. Ellos son el origen de todos los males, pues no sólo son ladrones y asesinos, no sólo son españolistas y están moralmente corruptos, sino que, para colmo, son los que, a fin de hacer prosperar sus turbios negocios, y siempre "llevados por su odio a las gentes del País Vasco", hacen traer a Obaba las grúas y los camiones que con sus ruedas aplastan las "palabras antiguas", hundiéndolas en el barro "como copos de nieve", dejando ver "lo desigual de la lucha, qué poca esperanza había para el mundo de los 'campesinos felices".

La progresiva toma de conciencia de este estado de cosas ocupa al menos dos terceras partes de la novela, en las que de paso se da cuenta minuciosa -y sonrojante- de las zozobras amorosas de David. El resto del libro, a fuerza siempre de introducir elipsis temporales toda vez que el relato se enfrenta a una dificultad, da cuenta de las forma casi inevitable en que David se incorpora a ETA, organización que, conforme a su testimonio, parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios públicos. Sólo cuando las cosas empiecen a desmandarse tomará David la decisión de emigrar a Estados Unidos, donde a la vera de su tío Juan, poseedor de un rancho dedicado a la cría de caballos, cumple su ideal de vida bucólica, al lado de Mari Ann, su mujer (hija de un veterano brigadista internacional, cómo no), y sus dos hijitas. Con ellas juega David a enterrar en pequeñas cajas de cerillas palabras que en la "vieja lengua" de su país van cayendo en desuso.

La beatitud y el maniqueísmo de sus planteamientos hace inservible El hijo del acordeonista como testimonio de la realidad vasca. A este respecto, la novela sólo vale como documento acrítico de la inopia y de la bobería –de la atrofia moral, en definitiva- que no han dejado de consentir y de amparar, hoy lo mismo que ayer, de forma más o menos melindrosa, el desarrollo del terrorismo vasco, reducido aquí a un conflicto de lobos y pastores, un problema de ecología lingüística y sentimental, al margen de toda consideración ideológica.

Existe un huidizo concepto, el de la razón narrativa, que por su parte ampara las sinrazones que puedan caber en un relato. Pero es esta razón narrativa la que empieza por fallar completamente en El hijo del acordeonista, novela que incumple las mínimas reglas del decoro literario. El texto se ofrece como un desordenado "memorial" escrito por David pero reescrito póstumamente por su amigo Joseba, antiguo camarada en la lucha y en la actualidad conocido escritor vasco. Un artificio tramposo que, con sus chispas metaliterarias -y metaficcionales, dado que se insinúan aquí y allá claves autobiográficas-, no consigue amenizar la deriva tan previsible de un libro construido con una sentimentalidad jurásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil. Todo servido en una prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos ("los osos: tan inofensivos, tan inocentes, tan hermosos") y capaz de refutar en términos como los siguientes las maledicencias que corren en torno a don Pedro, un indiano ricachón -pero republicano- de quien se cuenta que labró su fortuna a costa de su hermano: "Detalles policiales aparte, los dos hermanos se querían mucho: porque eran Abel y Abel, y no, de ninguna manera, Caín y Abel. Desgraciadamente, como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los oídos...". Y sigue.

Para nimbar el marco pastoral de la novela con favorecedoras luces crepusculares, resulta que David escribe su memorial sabiéndose víctima de una grave dolencia que pronto lo arrancará de su particular paraíso terrenal. Aunque tarde, ha comprendido que "la vida es lo más grande, quien la pierda lo ha perdido todo" (sic). Pero incluso a la muerte consigue arrancarle David rasgos embellecedores, pues en su cercanía el amor adquiere, dice, nuevas formas: "Formas dulces, casi ideales, ajenas a los conflictos y a los roces de la vida cotidiana". Como las del camino de salvación que postula esta novela.

Posted by Santo at 5:47 PM | Comments (3)

2 de Noviembre del 2004

Yo ya he tomado la pastilla roja

Desde ayer ya hay Linux en mi PC. Tanto tiempo llenándome la boca con el Copyleft, el software y la cultura libre y etcétera y sin Linux era mucho para mi coherencia interna. Y lo que es más aún: tanto tiempo hasta los mismísimos cojones de Windows, de que se me colgara, de perder documentos por pantallazos azules mientras escribía y demás... Todo junto acabó con mi paciencia y me decidió a pedirle a mi hermano que me instalara Linux. Luego hubo que esperar a que él tuviera ganas, pero eso es otro asunto.

¿Y qué me parece? Pues mirad: mi ordenador va más rápido. Los programas funcionan mejor y tienen más opciones, y lo que es mejor: no presuponen que soy gilipollas. El gestor de correo es buenísimo. La agenda del ordenador es la leche (sí, qué pasa: soy incapaz de llevar una agenda tradicional). Podría seguir durante un buen rato diciendo ventajas: y además es gratis.

En fin, termino con una recomendación: hacedle un corte de mangas a Bill Gates.

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Posted by Santo at 10:40 PM | Comments (1)

19 de Agosto del 2004

La V Columna: Crónica de un Concierto Anunciado

[Extraído del foro de La V Columna]

Dramatis personae

Manolo Pineda: batería
Antonio el Furby: guitarra
Francisco: bajo, coros, voz
Juan Alberto el Puto: teclados
Santo: voz, guitarra rítmica
Mani: el antiguo cantante
Juancri: el groupie
DanieL: el hermano del cantante
Laura: la maquilladora
Migue: el vendedor de chapas

La culminación de tres meses y medio de trabajo constante estaba a punto de llegar. Tras el parón del campamento llegué a los ensayos con la garganta algo tocada de tanto bregar con los niños. Nunca es tan difícil curarse una afonía como en verano, cuando uno va de aire acondicionado en aire acondicionado, de cerveza fría a ron (con hielo, por favor). Por si fuera poco, necesitábamos ponernos al día tras el tiempo perdido, así que empezamos a ensayar a diario.

Suma y sigue. El martes día 10 (a 3 días del concierto), tras 2 horas largas de ensayo, fui a la tetería a hacer mi semanal espectáculo de cuentacuentos. Justamente ese día se me ocurrió estar especialmente brillante (quizá fuera por la presencia de mis dos primohermanos por parte de nadie, Alfre y Sixto) y hacer, junto a Nacho, una sesión especialmente larga y animada. A continuación pensé que sería una excelente idea marchar un rato a casa de Alfre junto a otros amigos, así que agarré el coche y tiré para allá. Por prudencia me recogí tempranito, pero no sin antes beberme algún cacharrito a nuestra mala salud.

El resultado: la total destrucción de mi garganta. A 48 horas del concierto yo estaba ronco, totalmente ronco, con un dolor horrendo. Fui a ensayar, más que nada por hacer acto de presencia. Todo el miércoles y el jueves los pasé tomando jarabitos, haciendo gárgaras con miel y limón (remedio cuasimilagroso que, todo he de decir, me da un asco terrible) y pasando un calor demencial por no utilizar aire acondicionado alguno. Bueno, y poniéndole velitas a San Cucufato (los huevos te ato) para que encontrara mi voz perdida.

Ocurrió el milagro. El viernes 13, día del concierto, me levanté totalmente nuevo. Un ligerísimo dolor me recordaba la ronquera de los días anteriores, pero sabía que eso no iba a impedirme estar al 100% en el escenario. Me levanté temprano, cargué el coche con todo lo necesario y conduje hasta Almogía.

Imagino que la gente del pueblo debió quedarse un poco sorprendida cuando vio, durante las pruebas de sonido, que el cacareado nuevo cantante de La V Columna era un tipo canijo, desgarbado, que había tenido el rostro de venir a dar un concierto en pantalón corto y chanclas. Yo me reía pensándolo mientras probábamos la voz, la guitarra, el bajo. El tito Miguel (tito de Juan Alberto, aunque yo me meta debajo del ala. Muchas gracias, tito) se paseaba por el escenario, por la zona del público; hablaba con el técnico, nos daba consejos y se aseguraba con su experiencia y buen hacer de que todo saliera a pedir de boca.

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Cuando todo quedó listo nos retiramos a comer. Yo me acoplé junto a Juancri en casa del Puto a comer. Allí me pegué una ducha y me vestí con los habíos de matar. Cuando dieron las cinco de la tarde ya estábamos todos los miembros de La V Columna en la calle Carril, observando la situación y esperando el momento decisivo de empezar a tocar. El escenario, más o menos de cinco por tres metros y elevado casi un metro, estaba a un lado de la pequeña placita que forma la calle. Los minutos iban pasando y la calle se llenaba de gente. Yo no quería empezar aún: me faltaban Laura y DanieL. Sin ella no pensaba empezar a tocar; sin él no habría vídeo del concierto. Justo cuando empezamos a subirnos llegaron con la lengua fuera. Mientras DanieL colocaba la cámara en el balcón de Mani, Laura me colocaba a mí el rímmel en las pestañas.

Ya estaba todo listo. Salimos todos al escenario. Sin esperar ni un segundo, sin saludar, el Furby empezó a arrancar de la Gibson Les Paul el riff de Escuela de calor. Pineda marcaba el ritmo que, tímidamente, alguien del público empezaba a seguir con las palmas. Nos unimos todos a la música, y por un momento me aterroricé. Aún notaba un leve dolor en la garganta, y la primera palabra de Escuela de calor empezaba con una nota aguda a la que me costaba llegar sin desafinar. Ni siquiera había calentado la voz. Y, al fin y al cabo, era la primera vez que salía a cantar a un directo con un grupo. Pero no tenía tiempo de dudar: llené el pecho de aire y lancé mi voz, que resonó por toda la plaza clavando la nota. La canción avanzó estupendamente hasta que me dio por empezar a saltar mientras tocaba la guitarra; la correa se soltó, y tuve que seguir tocando de rodillas y engancharla a toda prisa entre estrofa y estrofa. Pero acabó la canción sin problemas: "muchas gracias, somos La V Columna", y muchos aplausos.

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Todas las peripecias habían de ocurrirme en las tres primeras canciones. Después de la broma de la correa, presenté al grupo y empezamos a tocar Duerme conmigo, de Jarabe de Palo. El cable del micro se soltó, con lo que tuve que cambiarme al micro de Francisco mientras arreglaba el estropicio. En la siguiente canción, El cadillac solitario, me volvió a hacer la misma jugarreta. El ayudante del técnico se acordó entonces de que no me había puesto el seguro para que no se soltara el cable y salió a arreglar el estropicio.

Con nuestro personalísimo arreglo de El cadillac se acabó la primera tanda de versiones, y también los problemas e imprevistos. A partir de ahí el concierto fue subiendo de intensidad, y el público cada vez estaba más cerca de nosotros, más atento a nuestra música y a mis palabras. Después vino Mujer de mil caras, una potentísima balada con el toque personal del siempre acertado piano del Puto. El público se emocionó conmigo cuando, mientras me colgaba la guitarra por segunda vez, dediqué La senda del tiempo a mi antiguo grupo, Andén 13, al que tantas horas dedicamos y con el que no conseguimos dar ningún concierto. "Creo que todos nos la sabemos: vamos a cantarla muy fuerte, a ver si nos escuchan desde Campanillas y podemos darle un poquito de envidia al pueblo de al lado", dije, y el público me hizo caso: cantó con nosotros el estribillo y aplaudió los excelentes riffs de la Gibson del Furby. Enlazamos el segundo estribillo de La senda con el Knocking on heaven´s door. "Ésta también os la sabéis, coño", grité: y con sus voces me demostraron una vez más que no estaba en un error.

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Después llegó, para mí, uno de los mejores momentos del concierto. Fue totalmente improvisado, pero estoy seguro de que ensayado no habría salido mejor. El Mani aceptó subir al escenario conmigo para cantar Destierro, un tema nuestro que me ha dado muchos dolores de cabeza; y en un tono que no era el suyo me enseñó cómo se canta de verdad esa canción. Cantamos cada uno una estrofa y juntos el estribillo, y cuando sonaron los últimos acordes y empezaron a sonar muy fuerte los aplausos nos abrazamos emocionados.

"Les dejo con las cálidas y blandas manos de Francisco, el cartero que siempre llama dos veces", me despedí. Imagino que la gente se preguntaría a dónde me iba con tanta prisa. Todo por el espectáculo: subí corriendo a casa del Mani, me cambié de ropa mientras Francisco cantaba (estupendamente, por cierto) Como ayer, otro tema nuestro; y volví a todo correr al escenario, vestido de negro y con zapatos de pico. Por cierto que casi me mato de un resbalón por el camino.

Casi sin resuello subí al escenario. "El hombre es un animal sorprendente. Escribe las más hermosas canciones y corta las manos de aquellos que las cantan. Fabrica algo tan útil como el acero y crea con él armas para matarse entre sí. El hombre es capaz de hacer lo mejor y lo peor. Esta canción habla de ello". Mientras Juan Alberto hacía sonar en el sintetizador los acordes introductorios de Dualidad, yo presentaba así mi canción preferida de La V Columna. Durante los siguientes seis minutos sonó Dualidad como nunca. Manolo se entregó a fondo y clavó todos los cambios de ritmo; Francisco dio un auténtico recital al bajo; la Gibson, los teclados y la voz se pusieron de acuerdo para que, una vez más, este tema diera lo mejor de nosotros, el sonido más directo, más unido y personal. Cuando terminó la magia el público aplaudió con fuerza.

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Aún quedaba concierto. Todos bailaron y cantaron con nuestro segundo popurrí, I want to break free + Sabor de amor; incluso bajé del escenario a cantar y a saltar (aunque tuve que volver a subirme corriendo, porque llegaba tarde a una estrofa). A estas alturas el público ya estaba totalmente entregado. Todos cantaban con nosotros, seguían cada movimiento nuestro y nos animaban a continuar con sus palmas y las manos levantadas.

Después llegó nuestro tema estrella, nuestro rock´n´roll: Poetas no alineados. Dediqué la canción a mi hermano, por meterme en la música con su ejemplo; a mis amigos, por venir desde Málaga; también al resto de miembros del grupo, por hacerme un hueco tan rápido entre ellos. "Venga, que el estribillo es muy fácil, cantadlo conmigo", pedí al público. No hizo falta repetirlo dos veces. Tampoco gritar que dieran palmas o bailaran.

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Anuncié So lonely como el último tema del concierto. Tras hartarnos de saltar y bailar con el ritmillo reggae y las subidas de intensidad aproveché para presentar a los componentes de la banda y presentarme yo mismo (hubo aplausos y hasta claveles para todos). Terminada la canción, no nos dio tiempo ni siquiera de salirnos del escenario cuando ya nos pedían otra.

Me colgué la guitarra por tercera vez para tocar The eye of the tiger. "And he´s watching us all with the eye...", grité al micro, y quedó el acorde en suspenso; Manolo y Juan Alberto hicieron sonar la introducción de otro de nuestros mejores temas, el potente ritmo de El grito silencioso. "¡¡Éste sí es el último tema, y se llama El grito silencioso, así que hay que gritar más fuerte y saltar más alto!!", bramé, y la gente no dudo en responder. Yo estaba ya agotado, pero eché los restos de la carne al asador para darlo todo en la última canción. No quería que nadie olvidara este final de concierto. Y no creo que lo olviden: después de saltar, dar palmas y vocear la pegadiza letra de El grito hasta cansarse, el público se apartó para abrirme paso cuando me bajé del escenario con el micro. En medio de toda la gente salté, bailé y canté; allí terminé de darlo todo y de hacer sonar mi voz más fuerte que nunca. Subí al escenario con la última nota de la canción. Los aplausos sonaron más fuerte que en todas las demás canciones, e incluso nos pidieron más bises. Espero que todos curen las ganas de más canciones de esa tarde viniendo a nuestros próximos espectáculos.

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Y después del concierto, la locura. No sé ya a cuánta gente saludé, a cuánta gente di la mano ni cuántas felicitaciones recibí. Incluso firmé autógrafos a unos niños pequeños, y escuché unos cuantos piropos de algunas niñas con mucha vergüenza (uno no está acostumbrado a esto). A lo largo de toda la noche (que, por supuesto, pasé en el pueblo celebrando el éxito) mucha gente se me acercó a decirme que se lo había pasado estupendamente.

Después de tanto trabajo, ésta es nuestra recompensa: saber que la gente se divirtió. Y es lo mejor que un músico puede desear. Desde aquí quiero dar las gracias a todos los que asistieron, por pasárselo bien junto a nosotros (porque, al fin y al cabo, de eso se trata). También al resto de miembros de La V Columna por confiar en mí al principio y darme esta maravillosa oportunidad. Y por supuesto a todos los que desde el día del concierto entran en el foro del grupo, o preguntan cuándo será el próximo, o llevan puesta una de las chapas con nuestro logo que vendimos el día del concierto: sin vosotros, sin vuestro apoyo, no merecería la pena seguir adelante. Gracias, muchas gracias de corazón.

¡Que siga el espectáculo!

Santo
La V Columna

Posted by Santo at 10:25 PM | Comments (16)

7 de Marzo del 2004

Big Fish

No os preocupéis, no voy a hacer spoil de la peli (vamos, que no voy a destrozar el final).

Yo quería ver Kill Bill, pero cuando Delirio me pone cara de pena, me pide que la lleves a ver otra peli y me vuelve a poner cara de pena, al final cedo y me dices que ya veré a Uma Thurman con espada otro día.

Big Fish empieza con un hombre que vuelve a su vieja casa para acompañar a su padre en los últimos días de su vida. La vuelta a casa se convierte en un retorno a la infancia, una rememoración de las historias increíbles que el padre contaba a su hijo cuando era un niño. El trabajo de los actores es magnífico, y Tim Burton se luce una vez más demostrando su gran talento. La técnica de la película la asemeja a un cómic en movimiento, lleno de colorido, de acción y fantasía.

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Big Fish habla de cómo la ficción vuela por encima de la realidad, y ayuda a ésta a volar prestándole sus alas. La fantasía se abraza a los hechos hasta modificarlos. ¿Podemos forzar al pasado con nuestra voluntad, contando una historia hasta hacer que haya ocurrido de verdad? ¿Podemos hacer real una cosa sólo a fuerza de creer en ella? También reposa en la película una metáfora sobre el artista, que ama tanto su obra que la asume como su propia vida, hasta que ambas terminan siendo una sola. Pero Tim Burton es un maestro, y dice muchas cosas con muy pocas palabras. También habla de la paternidad y las relaciones humanas, del anhelo del padre de ser un héroe para su hijo. Nos cuenta una manera de ser un hombre feliz hasta el mismo día de tu muerte.

No se me da bien hacer crítica de cine, y además hoy tengo una resaca muy respetable. Sólo quería hacer una recomendación: no os la perdais. Yo salí del cine pensando que había aprendido algo. Y Delirio se hartó de llorar. :)

Posted by Santo at 11:01 PM | Comments (13)