15 de Diciembre del 2004

Historias de mi barrio IV

Antonio

En el viejo bar la cerveza es barata y los rincones cálidos, así que es allí donde nos juntamos gentes de muy distinto pelaje y condición: en la mesa junto a la puerta, dos árabes juegan a las damas y ríen cuando te sorprendes al ver que no entienden el ajedrez; en la que está más cerca de la barra tres señores de cierta edad remojan su corpulencia en un tintito (con tapa, por favor); en la de la esquina hay un par de punkis que fuman yerba y hablan de mujeres. Allí vamos también Delirio y yo a veces, porque nadie te pregunta quién eres ni te mira más que para darte las buenas tardes.

En aquella ocasión nos acompañaba Alejandro, aficionado desde hace años a gastar vasos conmigo mientras recordamos viejas anécdotas, arreglamos la res publica y resolvemos asuntos filológicos y de crítica artística, amén de enigmas ontológicos varios. Justamente cuando estábamos desmenuzando las mezquindades de la vida universitaria entró por la puerta un gitanillo de no más de seis años como un rabo de lagartija, tan moreno que le brillaban los ojos y los dientes al sonreír. Si no fuera porque rondaban ya las nueve de la noche, por los churretes de la cara juraría que acababa de merendar. Le acompañaba otro niño con algún año más que llevaba una cartulina grande y bolígrafos de colores. Paseándose por las mesas el gitanillo pedía que le compráramos un número para una rifa. El descaro y la gracia del niño me llevaron a rebuscar en mis bolsillos, y finalmente a pedir cambio en la barra. Mientras, los punkis ya habían encontrado una moneda.

-¿Quieres el 35? Toma, escribe ahí tu nombre - dijo el chiquillo cuando recibió el dinero.

-No, escríbelo tú, hombre, ¿encima de que me cobras me vas a dar trabajo? - respondieron entre risas los dos.

En aquel momento llegué yo y, tras pagar mi correspondiente euro, le señalé el 36 y le dije que apuntara mi nombre. El gitanillo nos miró a los tres, luego al bolígrafo, después a la cartulina, y al fin respondió:

-Es que no sé. No me sale bien.

-¿Que no sabes escribir? ¡Tienes que ir al colegio! - le regañamos, medio en broma medio en serio -. Bueno, no te preocupes. Yo me llamo Antonio. Te voy a enseñar cómo se escribe mi nombre.

Levantó los ojos y me miró muy fijamente; tras unos segundos de silencio, asintió despacio y se sentó en el suelo junto a la cartulina.

-Venga, estate atento que voy - empecé -. Imagina una montaña, ¿vale? Dibújala ahí. Ahora mira, la montaña está llena de nieve hasta la mitad: ponle la línea que marca hasta dónde llega la nieve. Eso es, así es la A. La siguiente letra, la N, son las vías de un tren que viene: dibújalas y une el punto de arriba de la izquierda con el de abajo de la derecha. Ya está, así - el niño me miraba y obedecía, siguiendo despacito mis instrucciones por el papel -. Ahora dibuja el bastón de un viejo: eso es la T. Muy bien, ¿ves como no es tan difícil? Ya llevas la mitad. La siguiente letra es la O y se dibuja como el círculo que haces con la boca para decirla. Después viene la N otra vez. La penúltima letra es como una flecha que vuela hacia arriba: la I - escribía laboriosamente, con pulso indeciso -. Y al final otra vez la O. ¡Muy bien! Ya está.

El chiquillo se levantó de un salto muy contento y nos miró sonriendo. Entonces se asomó por encima de la barra la camarera y, con los brazos en jarras y tono de enfado fingido llamó al niño:

-¡Ya vale de molestar a los clientes! ¡Vete a casa, Antonio!

Los dos pequeños rieron, cogieron la cartulina y se fueron a la carrera. Yo vi, congelado, cómo el gitanillo se detuvo antes de salir y me miró un instante. En esta España del siglo XXI yo acababa de enseñar a un niño a escribir su propio nombre. "La A, como una montaña nevada; la N, las vías del tren que viene; la T..."

Lee las otras Historias de mi barrio:
Orden
El árbol
La siesta
Luz de guitarras

Actualizado jueves 16: cuento también publicado en Nuestralia.

Posted by Santo at 3:55 PM | Comments (5)

7 de Octubre del 2004

Historias de mi barrio III

Orden

Llega cargada de bolsas, como una exhalación, a una velocidad que parece imposible para un cuerpecito tan viejo y arrugado. Estás ahí, sentado en la terraza de un bar en mi barrio, cuando aparece. La mesa de al lado, de la que acaban de levantarse unos clientes, ha quedado vacía; ella apila los platos y guarda los vasos uno dentro de otro. Cuando está todo bien ordenado, saca un paño de algún bolsillo de su vestido de flores y, con las manos ganchudas de la artrosis, limpia la mesa hasta dejarla brillante. Mira a su alrededor con ojos desorbitados; guarda el trapo, coloca las sillas en su sitio, y se va. Apenas te ha dado tiempo de verle la cara arada por un mal de arrugas terminal, con los ojillos hundidos y la barbilla prominente, cuando ya ha desaparecido calle arriba.

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Si no hay ninguna mesa de bar que recoger, barre las calles con una escoba encontrada en la basura, o recoge las hojas caídas de un árbol, o los papeles de los caramelos de los niños a la salida del colegio. Jamás habla: es como una hormiga enloquecida que hubiera perdido el contacto con el hormiguero, y sólo pensara en trabajar, trabajar, trabajar, ponerlo todo en su sitio, mantenerlo todo en un orden y equilibrio perfectos e inmutables.

Todo el mundo la deja hacer. Al final de mi barrio, justo donde termina la ciudad, hay un sanatorio mental. A los enfermos que no son peligrosos les dejan la tarde libre para pasear. De pequeño me asustaba pensar que estaba loca. Imaginé para ella una historia terrible: abandonada cuando niña por su familia en el desván más profundo de la casa, atada a la pared por una larga cadena de hierro oxidado. Tras innumerables años de comer ratas desprevenidas y beber agua maloliente, la habrían encontrado allí los primeros trabajadores de la clínica. Su cuerpo desnudo, convertido en una pasa esquelética y siniestra, despertó su compasión y decidieron cuidarla hasta el día de su muerte, que supusieron cercano. Un día que me la crucé y llegué a casa aterrorizado le conté la historia a mi padre; él rió de buena gana mi imaginación febril y me explicó que sólo se trataba de una anciana senil.

Los años se llevaron el miedo y lo sustituyeron por la lástima. La vieja seguía recorriendo las calles de mi barrio, trabajando inútilmente en cada rincón. Un viernes ocho de Noviembre me crucé con ella yendo a coger el autobús. Había soltado sus infinitas bolsas y estaba tratando (sin éxito) de colocar en su sitio un contenedor de basura, que alguien había movido hasta casi dentro de la carretera. Una jauría de niños la rodeaba, la tocaba, tiraba de su ropa y de su pelo y se reía de la vieja loca que todo lo quiere ordenar. Los espanté con cuatro ladridos, y a empujones devolví el enorme cubo metálico a su sitio. Recordé de repente el autobús, la hora que era, los amigos que esperaban; di media vuelta para echar a correr y al final me quedé clavado en el sitio, porque ya estaba marchándose a lo lejos. Suspiré; con el siguiente llegaría tarde, pero ya no había remedio.

Ella me tocó indecisa el hombro. Me giré para mirarla y alzó las manos; las puso sobre mi cara y la recorrió muy despacio, como si fuera ciega. Me miró con sus ojos glaucos y comprendí que apenas veía nada. Retiró las manos y agachó la cabeza, como entristecida de repente, o quizá pensativa. Alzó de nuevo la barbilla y por primera vez en diecitantos años la escuché hablar: musitó un "gracias", recogió sus bolsas y se fue.

Cuando el siguiente autobús me llevó hasta el centro mis amigos ya se habían ido. Sin embargo, en la parada había una chica con el pelo largo y casi rubio y la boca roja como un atardecer. Por las quejas que le escuché, sus amigos también se habían ido sin esperarla. Decidí que si por una tarde no iba a la reunión no pasaba nada y me acerqué a hablarle. Una semana después ya no podía vivir sin ella.

Nunca volví a ver a la vieja, ni averigüé jamás quién era realmente. Tal vez fuera de verdad tan sólo una loca obsesionada por el orden. Sólo sé que aquella tarde en que ayudé a una desconocida y besé a otra, una mano infinita, arrugada y rígida pero firme, recogió los platos y vasos sucios de mi vida, limpió la mesa y lo dejó todo bien ordenado.

Posted by Santo at 2:10 PM | Comments (2)

29 de Septiembre del 2004

Cinco minutos II

Jaque mate

In memoriam

El chico colocó el tablero de ajedrez como cada tarde y desplegó las piezas una a una. Se sentó a esperar mientras acariciaba la melena de madera, vieja y tosca, del caballo negro. El abuelo llegó un rato después, con las gafas caladas y el cigarro encendido. Ocupó su puesto con tranquilidad y se tomó su tiempo en mirar el tablero, beber un trago de vino y aspirar algo más de humo blanco. Al fin, estiró la mano para mover.

-Caballo de flanco de rey a alfil.
-Ya empezamos, abuelo...
-Así, igual algún día aprendes a defenderte de los caballos.
-Vale, vale. Pero yo también sé dar la vara como tú – afirmó mientras sonreía y realizaba el mismo movimiento que su contrincante.
-Vaya, me ha salido graciosete el niño. Te tengo dicho que respetes las canas, zángano, que eres un zángano. Flanco de reina, peón de alfil a cuatro.
-Pero si tú no tienes canas, abuelo. Estás calvo.
-La madre que te parió...
-En la cocina está, con la abuela. Peón de alfil a tres.
-¿Qué peón? Tienes que señalar el flanco.
-El del caballo que he movido antes. Perdón, estaba despistado.
-Vale, vale, pero estate atento. ¿Cómo llevas el libro que te presté?
-Es buenísimo, abuelo. No había leído nada de César Vallejo y me está gustando mucho. Moriré en un París con aguacero...
-...un día del que tengo ya el recuerdo. Caballo a alfil tres.
-¿Y tú no señalas el flanco?
-Aprende a mirar, chico. Sólo uno de los dos caballos puede desplazarse a una columna de alfil. Mejor abreviar.
-Ya, claro. Mejor abreviar... Cuando eres tú el que abrevia. A mí no me dejas.
-Eso es porque yo lo hago por no hablar y tú por no pensar. No es lo mismo.
-Lo que tú digas, pero a partir de ahora abrevio yo también. Alfil a caballo dos.
-Peón de reina a cuatro. No me digas que has movido tantas piezas para enrocar...
-Efectivamente. Enroque corto.
-Ay, muchacho, muchacho; espero que tengas una buena estrategia, porque la mía es excelente.

*****

-Caray, chico, mucho mejor. Te has recuperado de haber perdido la reina. A ver si... Rey a alfil uno.
-Lo tenía pensado. Caballo a caballo tres, jaque.
-Ya empezamos. ¿Qué buscas, tablas por rey ahogado? Rey a caballo uno.
-La verdad es que no. Torre a caballo dos.

El abuelo movió la pieza que su nieto le había indicado y quedó observando el tablero varios minutos. Miró al chico a los ojos. Había un brillo de triunfo disimulado tras sus pupilas: jaque mate. El primero desde que le había enseñado a jugar. El viejo no dijo nada: tumbó el rey y estrechó la mano del muchacho; aún sin hablar, entró en la cocina y encendió un cigarro más.

*****

El muchacho colocó otra vez el tablero y dispuso las piezas. Se sentó a leer mientras esperaba. Cuando el viejo cruzó la puerta y llegó hasta el salón donde él estaba, le preguntó:

-¿Qué, abuelo? ¿Jugamos?

Él no dijo nada. En silencio se dirigió a la mesa del ajedrez, y miró las conocidas figuras durante un rato, mesándose la barba de cuatro días. Alargó la mano derecha y tumbó el rey; su nieto no dijo nada, pero había sorpresa en sus ojos. Él, con mirada indescifrable y cara de esfinge, se fue a la cocina y encendió un cigarro.

Allí pudo sonreír a gusto con ternura sin que el impertinente del niño lo viera.

Posted by Santo at 5:50 PM | Comments (4)

31 de Agosto del 2004

Sueños

“Hay sueños que cruzan las puertas de hueso y son ciertos;
otros hay que cruzan las de marfil y son falsos.”
Neil Gaiman

Narcolepsia. n. f. Neurol. Tendencia irresistible al sueño, que sobreviene por crisis.

Lo primero que hizo nada más volver de la consulta del doctor Pérez fue buscar la palabra en una enciclopedia. “Narcolepsia”. Le había dejado algo preocupado tanto tecnicismo. “Caballero, por lo que me cuenta usted su problema consiste en que se queda dormido en los momentos más inoportunos.” Y era un gran problema. Tuvo que dejar de conducir, y tampoco podía fiarse de los autobuses: la mayoría de los días se saltaba su parada en duermevela y aparecía en el otro extremo de la ciudad. Estaba a punto de perder el trabajo por dar cabezadas en la mesa de su oficina. Ni siquiera era capaz de tareas tan simples como hacer la comida, porque el silbido de la olla le adormecía. “Es un caso de narcolepsia aguda”, siguió el doctor, “seguramente provocado por algún grave trastorno del sueño”. Ligeramente alterado por lo que estaba escuchando, preguntó con voz temblorosa qué medicamento debía tomarse. “No le voy a recetar nada hasta que no descubramos la causa de su dolencia. Le recomiendo una cosa: pídale esta misma noche a alguien que le observe mientras duerme. Que vea si se mueve mucho, si ronca, si tose... Y vuelva después para contármelo.”

Volvió a su casa muy nervioso (lo que no quitó que echara una cabezadita en el autobús). Tras averiguar lo que significaba la palabra “narcolepsia” llamó a su hija, una joven estudiante que pasaba el día de acá para allá y no le tomaba demasiado en serio.
–Hija mía, tengo que decirte que estoy muy grave. Según el doctor, padezco una terrible narcolepsia, provocada por graves trastornos del sueño – le dijo hundido en el sillón con voz dramática. Su hija murmuró algo que se parecía sospechosamente a un “ya estamos otra vez” y le respondió conteniendo la risa:
–Papá, eso quiere decir que no duermes bien por las noches y te quedas dormido de día.
–¿Y no te parece grave? ¡Tu padre está a punto de perder el trabajo por ese problema! – exclamó Segismundo, sinceramente ofendido por la falta de sensibilidad de su hija –. El caso es que necesito tu ayuda. El doctor me ha dicho que no puede recetarme nada hasta que no sepa por qué no duermo bien por las noches. ¿Te importaría..., te importaría quedarte despierta un rato esta noche, para poder decirle al doctor cómo duermo? Si ronco, si toso, si me muevo...
–Papá, tengo un examen mañana...
–¡Por el amor de Dios! ¡Soy tu padre! ¿No vas a sacrificarte por la salud de tu padre? – volvió a decir indignado.
–Mh. En fin. Está bien. Me quedaré despierta un rato. – rezongó mientras volvía a su cuarto. – Avisa cuando te vayas a dormir.

Al rato ya estaba Segismundo arrebujado en la cama, y su hija sentada en una silla, enfrente, resistiendo el sueño como podía y dispuesta a no esperar más de media hora para irse a dormir. No era la primera vez que tenía que asistir a su padre por alguna extraña enfermedad. Lo veía respirar profundo, tranquilo. Una vez más debía de ser otra de sus tonterías. Se levantó con cuidado de no hacer ruido y salió del dormitorio, camino a su cuarto. Cuando ya cerraba la puerta escuchó un ruido en el pasillo. Extrañada, se asomó a ver qué ocurría.
...¡No podía ser!
Corrió al salón a por la cámara de vídeo. De otra forma nadie le creería. La encendió y se apresuró hacia el pasillo. Su padre caminaba con lentitud, los ojos abiertos de par en par y los brazos caídos, en dirección a su despacho. Abrió la puerta muy despacio y entró. Ella le siguió, grabándolo todo. ¡Así que era cierto! Por una vez no se había inventado una dolencia tropical. Sin moverse, paralizada por la sorpresa, vio cómo Segismundo apartaba la silla del escritorio y se sentaba. Poco a poco, sin prisas, como un experto mimo, gesticuló como si escribiera. Tomó de donde no la había una pluma, la cargó en un tintero inexistente y estiró un papel invisible; bajo él colocó un ilusorio papel secante, y comenzó a escribir, o mejor dicho a no escribir. Cada cierto tiempo le ponía el capuchón a la pluma, apartaba la hoja que, supuestamente, acababa de terminar, y colocaba otra para seguir su tarea.
Pasó así un largo rato. Después guardó la pluma y cerró el tintero; amontonó las fingidas cuartillas escritas y tiró a la papelera de un manotazo el hueco donde debería estar el papel secante. Terminado todo, se dirigió de nuevo a su dormitorio, apartó las mantas y volvió a ovillarse en la cama. No se movió más en toda la noche.

******

Sonambulismo. n. m. Comportamiento motor automático más o menos adaptado que se produce durante el sueño. Más frecuente en niños que en adultos. El sonambulismo no va asociado a ninguna enfermedad concreta en los niños, mientras que en los adultos suele deberse a una patología mental importante.

“Dios mío. ¡Una patología mental importante!”. El pobre Segismundo no pensaba en otra cosa desde que su hija le puso el vídeo. Alterado, corrió esa misma mañana al doctor y se lo entregó en mano, explicándole lo que había pasado. El médico procuró no parecer preocupado al decirle que el problema escapaba a sus conocimientos. Le dio la tarjeta de un colega suyo, especializado en psiquiatría. Seguramente él sabría ayudarle.
Segismundo estaba espantado. ¡Un psiquiatra! ¡Le tomaban por loco! No podía ser, él sólo tenía un problema de sueño. Volviendo a casa, entre cabezada y cabezada, recordó que una vez leyó algo en una revista sobre las teorías de Freud. Al parecer el subconsciente se libera en el sueño, y puede expresar aquello que preocupa al yo consciente. Decidió visitar a un psicoanalista. Seguramente él sabría interpretar lo que ocurría. Pasó toda la tarde llamando a doctores con nombres extrañísimos; al fin, un tal doctor Schnauzer le dio cita sin demora para la mañana siguiente. Esa noche se aseguró por completo de que se repetía el sonambulismo, el ritual de la escritura fantasma. A la mañana siguiente cruzó tan ojeroso como de costumbre la puerta del tal Schnauzer. El doctor era un hombre delgado y bajito, con poblada perilla encanecida, ojos de ratón y nariz ganchuda. Movía las manos nerviosamente, y se colocaba sin parar las gafas sobre el puente de la nariz. Se presentó como seguidor y actualizador de las teorías freudianas; según sus palabras, sus investigaciones eran reconocidas en toda Alemania, y ahora había venido para abrirse nuevos horizontes.
–Herr, échese ahí y póngase cómodo. – dijo con un fortísimo acento alemán, indicándole un diván de cuero rojo que lucía en medio del despacho. – Y ahora, cuénteme su problema. – el doctor escuchó impávido, tomando innumerables notas en su libreta. Después formuló dos o tres preguntas, aparentemente sin relación alguna con el tema (“¿A qué se dedica?”, “¿Cómo fue su infancia?”, “¿Tiene usted problemas en sus relaciones sociales?”). Durante unos minutos permaneció callado, con rostro pensativo, mirando la libreta. A veces alzaba un dedo y abría la boca, como a punto de decir algo. Anhelante, el paciente alzaba la cabeza, para volver a reposarla decepcionado cuando el doctor callaba, tachando algo del cuadernillo y murmurando incoherencias en alemán. Al fin, Schnauzer se levantó y paseó por la habitación.
–¿Qué tengo, doctor? – preguntó Segismundo sin moverse del diván, con tono tembloroso.
–Mmh... – dudó. Se detuvo. Volvió a caminar y al fin se decidió a hablar –. Parece que estamos ante un claro caso de dualidad narcoléptico–sonámbula personal.– dijo muy seguro de sí mismo.
–Ah, claro... – musitó el enfermo – ¿Y eso qué significa, doctor?
–Significa que su yo subconsciente necesita con urgencia hablarle a su yo consciente. Para que me entienda: hay algo dormido dentro de usted que necesita contarle algo a usted para que lo sepa cuando está despierto. Me dijo que era usted secretario. Se pasará el día redactando cartas, informes, fichas... Y también me dijo que es usted bastante tímido y no le gusta tratar con desconocidos ni hablar en público. Probablemente no se le ocurre otra forma de hablar consigo mismo (quizá para usted mismo un perfecto desconocido) que escribiéndose.
–¿Y qué me recomienda, doctor? – respondió el pobre Segismundo sin haber entendido nada, y por tanto cada vez más preocupado. En este momento le daba exactamente igual averiguar qué tenía y por qué: sólo quería saber cómo curarlo.
–Sinceramente: ni idea. Es la primera vez que trato con un caso de estas características. No se me ocurre ninguna solución definitiva. – calló durante unos segundos, y al fin añadió: – Probemos una cosa. No recoja su mesa antes de acostarse esta noche. Deje encima papel, pluma y tintero. Puede ocurrir que no trace más que líneas sin sentido sobre el papel. Pero, claro está, también puede pasar que componga un texto más o menos legible, y a partir de él podamos tratar de curar su problema. – esto comenzó a aliviarle. Al fin podía hacer algo para tratar de curarse. El doctor se dirigió a su mesa y le indicó que ya podía levantarse. Le pasó un cheque a su nombre en el que lucía una cifra muy abultada, que Segismundo firmó distraído, sin dejar de pensar en su problema. Cogió la factura que el doctor le tendió y se despidió, prometiendo volver al día siguiente con los papeles que escribiera.

******

Obsesión. n. f. (lat. Obsessionem, bloqueo, der. De obsidere, asediar). Idea o preocupación que no se puede alejar de la mente.

Preparó los útiles de escritura con mimo. Encendió una pequeña bombilla en la habitación, una tenue luz que le ayudara a escribir sin despertarle. Dejó la puerta abierta y la aseguró para que no se cerrara. Calculado hasta el último pequeño detalle (dependía de ello su salud), se acostó y esperó a dormirse.

La noche pasó blandamente, y amaneció con desgana un día nublado de invierno. Sonó el reloj a la hora de siempre, y Segismundo se despertó con la habitual sensación de haber dormido mal. Se levantó algo desorientado, y tras unos segundos mirándose los dedos de los pies lo recordó todo. Corrió impaciente hacia su despacho. Encendió las luces y miró encima de la mesa...
No había en ellas líneas ni dibujos. Ni siquiera había palabras sueltas: las incoherencias que dicta la luna al oído en las horas del sueño. El doctor dijo que podía ocurrir lo improbable, que hubiera un pequeño texto con algo de estructura interna. Se quedó corto en sus apreciaciones. ¡Allí había nada menos que quince, quince páginas perfectamente escritas de una historia! Un relato de narración ágil en que él mismo era el protagonista. Aunque no era exactamente él mismo. Entiéndase: el personaje era un tal Segismundo Morales, de profesión secretario, con una hija joven estudiante. Pero no era la misma persona. Al comienzo de aquellas líneas Segismundo trababa amistad con un hombre que luego resultaba ser narcotraficante; a la vez, era captado por la policía para hacer de agente doble e introducirse en su organización criminal, y así desmantelarla. El verdadero Segismundo nunca haría algo así, claro está. Era demasiado arriesgado. Peligroso. Sin embargo, en aquellas páginas se atrevía a enfrentarse con hombres armados; a conducir coches a velocidades de vértigo; era ingenioso, mordaz, seductor. Y su hija le admiraba.

Aquello no tenía sentido. Ningún sentido.

Corrió a la consulta del doctor Schnauzer. Éste le esperaba tras su escritorio de madera oscura, con los hombros encogidos y un vaso humeante de café negro entre las manos. Le saludó con una inclinación de cabeza y rogó a herr Segismundo que se sentara. Sin mediar palabra cogió las páginas que el nervioso hombrecillo le tendía y las leyó con avidez. Cuando terminó levantó la vista hacia él con incredulidad.
–¿Está seguro de que esto lo ha escrito esta noche y no es una broma de su hija? – mientras hablaba, seguía releyendo una y otra vez las cuartillas.
–Seguro, ella nunca me gastaría una broma así. Vamos, doctor, dígame qué significa todo esto. ¿No creerá usted que le estoy engañando?
–No, no lo creo.– “nadie pagaría mis facturas sólo para reírse de mí”, pensaba Schnauzer (y con razón). Permaneció aún unos segundos callado, y dijo al fin: – Le hablaré con sinceridad, herr Segismundo. No entiendo nada. Quizá esto signifique que a su subconsciente no le gusta algo de usted y trata de decírselo; o se trate de una liberación de fantasías reprimidas. El caso es que la única persona que le conoce a usted tanto como para descifrar las claves secretas de este texto es usted mismo. Herr, el único consejo que puedo darle es que espere. Siga dejándose la pluma cada noche, siga leyendo lo que escriba (si es que vuelve a escribir algo). Y trate de entender la llamada de su subconsciente – terminó dramáticamente. A Segismundo aquello del subconsciente le sonaba a chino, pero asintió. Firmó el cheque que le tendió el psicoanalista y, guardando la factura en la cartera, se marchó entristecido.

Siguió el consejo del alemán. Durante varias noches la historia se desarrolló. El personaje fue tomando forma en las cuartillas: era él, tenía rasgos inequívocos suyos (expresiones, costumbres y manías que quedaban reflejadas con fidelidad en el texto) pero a la vez era una persona totalmente distinta. Ahora estaba metido en una complicada trama de corrupción y poder. Se había infiltrado con éxito en la organización criminal y había subido puestos con mucha facilidad gracias a sus habilidades. Sin embargo ahora la policía le daba la espalda. Algo olía mal en todo aquello, y su vida corría peligro; tal vez fuera sólo un peón en un extraño juego, pero tenía que descubrirlo antes de que todo acabara mal para él. A la vez había conocido a la mujer de uno de los narcotraficantes. Se enamoraron nada más verse, y entre besos clandestinos se juraron fidelidad eterna.

Segismundo leía cada mañana la historia con avidez. Aunque se veía en el relato como un completo extraño, se sentía protagonista, pues sabía que era él, siempre él, quien se comportaba como un héroe. En cuestión de días se operaron cambios profundos. Para empezar había desaparecido su problema de narcolepsia. Cada mañana, por unos momentos, se sentía grande, valiente, seductor, ingenioso. Salía de su casa muy animado; caminaba hacia el trabajo con paso firme y seguro. Comenzó a mirar a la cara a la gente cuando hablaba. Puso en su sitio a su jefe, que trató (una vez más) de tenerle más horas de la cuenta en la oficina. No se lo podía creer, ¡él, Segismundo Morales, secretario, parándole los pies a todo un director! De vuelta al hogar saludaba a su hija con efusión. A veces era capaz incluso de arrancarle alguna carcajada con un chiste o una broma aguda. Ella no se lo podía creer; su padre parecía otra persona; más de una vez le preguntó si había pasado algo que ella no supiera. Tal vez, pensaba, se hubiera enamorado. Nunca lo había visto así.

Sobre el papel, su otro yo comenzaba a descubrir las claves para desentrañar el enigma. Efectivamente, había peces gordos metidos en el asunto. Averiguó algunos nombres, pero seguía sin entender qué significaban y por qué le habían metido a él para investigarlo todo. Mientras, su relación con aquella misteriosa mujer se había distanciado, pues el marido, sospechando algo, dobló la vigilancia sobre ella. Cada vez estaba más inmerso en aquella historia. Sin darse cuenta incorporaba a su personalidad rasgos de la de aquel otro Segismundo, tan distinto a él. Día a día estaba más inmerso en todo aquello. Cuando llegaba al punto final de la lectura una curiosidad terrible le mordía las entrañas. La narración siempre se cortaba en los momentos más emocionantes de la historia. Necesitaba saber qué pasaría a continuación, qué iba a hacer él ahora que estaba cara a cara con un narcotraficante que le decía: “Hay algo en ti que no cuadra”. O ahora que se enfrentaba a dos matones. En una semana, Segismundo se aficionó tanto a la historia que casi no pensaba en otra cosa. Se pasaba las horas en el trabajo deseando que llegaran las tres, para poder volver a casa y releer las cuartillas de la noche anterior. El resto de la tarde la consumía en revisar las de días pasados para no olvidar detalle, en hacer anotaciones, y en desear con todas sus fuerzas que tardara menos en llegar la noche. La noche, para poder soñar; soñar esa historia maravillosa que le había cambiado la vida. A veces intentaba continuar escribiéndola despierto, pero le resultaba imposible. No se le ocurría ni una sola palabra. Otras veces trató de dormir toda la tarde, para ver si así podía adelantar el siguiente capítulo. Pero el hechizo sólo se repetía de noche.

Su hija, al principio encantada con el cambio, comenzó a preocuparse. Su padre había pasado de ser un hombrecillo gris a un caballero encantador en cuestión de días; y de golpe se había vuelto meditabundo y hosco. Sólo si ella le preguntaba por lo que había pasado la noche anterior recuperaba el entusiasmo. Se ponía de pie y le contaba todo con pelos y señales, gesticulando, cambiando la voz para cada personaje: cómo él había tumbado a los sicarios de una banda rival; cómo había huido saltando por un precipicio con su coche; repetía las frases apasionadas que él dedicaba a su amante secreta. Al principio se divertía con la trepidante narración de su padre; después le entristecía ver cómo se transformaba, cómo parecía vivir tan sólo para esa historia fingida. Al fin se atrevió a hablarle del tema. Él estaba sentado en el salón, con papeles en las manos y escribiendo algo en una libretita.
–Hola, papá... – se quedó parada frente a él, sin obtener respuesta –. Papá... ¡Papá!
–¿Eh? Ah, ¿estabas ahí? Perdona, no te había visto – y volvió a posar la vista sobre las hojas.
–¿Qué estás haciendo?
–Anoche descubrí que el agente que me captó para la investigación ha sido asesinado. Estoy contrastando las pruebas con los testimonios de algunos testigos. Sospecho que alguien importante de la policía está metido en esto.
–Pero papá... Todo eso no te está pasando a ti. Sólo es una historia, ¿recuerdas? Vamos, papá, escúchame... ¡Te estoy diciendo que escuches lo que quiero decirte! – consiguió que la mirara con rostro enfadado.
–Está bien. Habla.
–Estoy muy preocupada por ti, papá. Al principio me gustó que cambiaras... Parecía como si tomaras ejemplo de ese personaje. Comenzaste a parecerte a él en muchas cosas... Yo creía que él representaba todo lo que tú querías ser y no eras, y por eso lo imitabas. Pero ahora estás demasiado obsesionado con esto... Pasas el día concentrado en esos papeles como si no existiera nada más en el mundo.
–Me he dado cuenta de que, si durante el día colaboro en la investigación, de noche avanza más rápido – la interrumpió –. Haré lo que haga falta para llegar al final de este caso.
–Oh, vamos, papá, ¡esa historia la escribes tú mismo! – suavemente al principio, resbalaron lágrimas por sus mejillas; cuando volvió a hablar estalló en llanto –. Ni siquiera es ajena a ti, ¡es fruto de tu imaginación, es sólo cosa tuya! ¿Cómo puedes estar buscando con tanta ansia una solución que sólo tú conoces a un enigma que sólo está en tu mente? ¡Podrías terminar el caso ahora mismo, y lo sabes; bastaría con que lo desearas, con que lo escribieras!
–No. No podría. Ya lo he intentado. Todo ocurrirá a su tiempo.
–¡Hablas de ese personaje como si fueras tú mismo! ¡Papá, te estás volviendo loco!
–¿Eso es todo lo que tenías que decirme? – le cortó con dureza. Ella no respondió. Sólo siguió llorando y mirándole –. Muy bien. Ya te he escuchado, como querías. Ahora déjame seguir trabajando. La investigación no puede esperar.

******

Insomnio. n. m. Imposibilidad o dificultad para conciliar el sueño o para dormir lo suficiente.

La investigación del relato de Segismundo avanzaba, pero llegó un momento en que el caso se volvía cada vez más oscuro y difícil. También había avanzado la obsesión hasta tal punto, que el Segismundo de la vigilia decidió dejar la oficina para poder dedicar todo el día a resolver los últimos rompecabezas. Fue a su médico y se ganó una baja por depresión gracias a una interpretación magistral. Comía a deshoras para no interrumpir una deducción por algo tan banal como un plato de sopa.

Comiendo estaba ella cuando su padre irrumpió en la cocina como un vendaval. Desaliñado, sin afeitar, con el pijama puesto y agitando papeles en las manos.
–¡Ya lo tengo, hija! ¡Ya lo tengo! – gritaba. Ella se quedó paralizada por la sorpresa. Rápidamente comprendió que aquello podía significar el fin de la locura de su padre.
–¿Ya has encontrado las pruebas que incriminen a los culpables?
–¡Sí, ya lo tengo todo! ¡Todo encaja! Anoche encontré unas pistas determinantes, y hoy al fin lo he visto todo claro – se sentó frente a su hija, que le escuchaba atenta y le miraba como cuando, de niña, le escuchaba contar historias –. Ya sabes que había alguien metido en la organización que era una pieza importante de la policía. Al fin lo he descubierto todo. Es el jefe de los narcotraficantes, ¡y es a la vez nada más y nada menos que el subdirector de los servicios secretos! El jefe ocultaba su posición real en ambos bandos, policías y criminales. Seguramente la cúpula criminal lo sabe, pero los agentes de a pie no están al tanto. No permitirían que alguien de la madera estuviera al mando; se jugaba la vida si se descubría todo. Pero se empezaban a escuchar voces que rumoreaban la verdad. Su idea era desmentirlo todo metiendo un peón de la policía en la organización y sacrificándolo. Y ese peón...
–¡Eres tú! – terminó entusiasmada su hija.
–¡Efectivamente! Con lo que no contaba él es con que soy un hueso duro de roer. Le he descubierto, tengo las pruebas para incriminarle y terminar con todo esto. ¿Y sabes lo mejor? Voy a escupírselas a la cara. Anoche conseguí concertar una cita con él, sin que sepa que soy yo quien va a ir a verle. Esta noche haré todos los preparativos, y pasado mañana...
–¡Pasado mañana todo terminará!
–Sí, hija mía. ¡Todo habrá acabado! – gritó entusiasmado, y los dos se abrazaron con alegría.

Esa noche la emoción le tuvo un rato en vela. ¿Qué pasaría al final? ¿Cómo terminaría todo? Al fin el sueño le alcanzó, y a la mañana siguiente corrió a su despacho para leer qué había pasado.

La cita quedó concertada en el reservado de un bar de carretera. Allí fue Segismundo con sus papeles y una pequeña pistola escondida bajo la chaqueta, por si había problemas. Se sentó a la mesa que había preparada y esperó pacientemente. Pasados quince minutos de la hora de la cita, la puerta se abrió lentamente. Él se echó hacia delante en la silla, impaciente.

Pero no cruzó la puerta el jefe, como esperaba. Sino su amante. Tenía toda la cara amoratada y un labio roto, la ropa hecha jirones y señales de golpes en todo el cuerpo. Comenzó a musitar entre lágrimas: “Perdóname, cariño, me han obligado, yo no quería...”. Entonces lo comprendió todo. Se levantó y trató de sacar la pistola, pero antes de que le diera tiempo ya habían cruzado la puerta el jefe y tres sicarios armados. “Guárdate ese juguete”, le dijo sonriendo su antagonista. “Vamos a hablar”.

La conversación se desarrolló en privado; los sicarios esperaban en la puerta por si había problemas. Según le contó el jefe, había empezado a sospechar que él sabía demasiado; descubrió por casualidad su nuevo romance y, bajo tortura, su amante reveló lo que sabía de él. Quería saber qué había averiguado Segismundo y cómo. Escuchó sorprendido todo lo que éste le contó. Le felicitó sinceramente por su trabajo, pero le dijo que, como sabía, no podía dejarle con vida. Había elegido mal el bar para la reunión... Los dueños eran parte de la organización. Nadie volvería a verle. Llamó a los sicarios para que entraran. La mente de Segismundo volaba, febril, buscando una idea. Tal vez podría volcar la mesa y sorprenderles, lo que le daría tiempo a huir. No podía morir. Los héroes siempre ganan. Encontró una solución justo cuando se abría la puerta...

Justo en ese punto se terminaba la narración.

Ése fue el peor día de la vida de Segismundo. No podía estar quieto. No podía pasar sin saber qué ocurriría ahora. Faltaba una noche, sólo una noche, para conocer el final de la historia. Tanto trabajo, tantas preocupaciones, tanto peligro... El tiempo se alarga cuando esperas; al fin se hizo de noche, aunque parecía que nunca iba a caer el sol. Segismundo se acostó con impaciencia para soñar y escribir el final de su historia.

Sin embargo, aquella noche no pudo dormir.

Ni tampoco la siguiente. Ni ninguna más.

******

–Su caso es extrañísimo. Ahora padece insomnio crónico, un insomnio que no responde a la medicación: ni siquiera bajo el efecto de los fármacos llega usted a dormirse profundamente. Se mantiene en un incómodo estado de duermevela toda la noche. Lo siento, señor Segismundo. No puedo hacer más que seguirle recetando estos medicamentos. El día menos pensado volverá usted a dormir con normalidad.

Eso no le valía. El día menos pensado. ¿Qué sabía el médico de su angustia, de su dolor? Ahora nunca sabría el final de su historia. Jamás leería cómo pudo escapar de aquella terrible encerrona; si salvó la vida, si escapó con su amante a lejanas tierras. Nunca lo sabría. Estaba más allá del límite de la desesperación. Caminando de vuelta a casa encontró la solución. Al llegar abrazó a su hija, le dijo que la quería y entró en su cuarto.

******

Sr. Juez:
Quiero dejar constancia de los motivos que me impulsan a hacer esto. Querría también que mis palabras pudieran servir de ejemplo, o mejor dicho de contraejemplo; pero me temo que algo así está fuera de mi alcance.
Me encontrarán tumbado en la cama, con los ojos cerrados, y (espero) una expresión de dulce calma en el rostro. Encima de mi mesita de noche habrá varias cajas vacías de narcóticos y relajantes. La luz estará apagada y las ventanas abiertas, para que entre la brisa nocturna y pueda ver la luna llena mientras, lentamente, me adormezco para siempre. Porque eso es lo que quiero. Dormir, dormir, dormir...
Durante toda mi vida he sido un hombre gris, anodino y vulgar. Un pequeño y pusilánime ejemplar más del rebaño, siempre temeroso de todo: de contraer alguna terrible enfermedad, de sufrir un accidente... tal vez incluso de ser feliz. Sin embargo, un día el azar me dio un sueño por el que vivir. A lo largo de muchas noches, como una válvula de escape, una voz interior me dictaba una historia imposible (que, pese a todo, podría ser), sobre un hombre inexistente (que, en el fondo, era yo). Ése con quien siempre, en secreto, había soñado ser. Hice todo lo posible por ayudarle, por ayudarme; traté de parecerme a él, de cumplir mi sueño. Poco a poco me he ido difuminando, convirtiéndome en él (¿en mí mismo?). Ahora recuerdo y entiendo las palabras de Schnauzer: “hay algo dormido dentro de usted...”. Ese algo era yo mismo. Y cuando todo estaba a punto de consumarse, cuando creía que podía ser feliz, estalló como una pompa de jabón. Ahora no sé siquiera quién soy; no sé si quien escribe estas líneas es él o soy yo, o los dos a la vez. El Segismundo de siempre no tendría valor para quitarse la vida. El otro (¿el irreal? ¿No será acaso más real que yo mismo?) no tendría motivos. También podría ser que él fuera más real que yo; que, habiendo nacido de mí, haya cobrado existencia fuera de mí, y ahora sea más real que yo mismo. ¿Y yo?¿Acaso no puedo ser también un cuento soñado por alguien, un cuento que cree tener existencia propia? Y de ser así, ¿quién me sueña a mí cada noche? ¿Quién es mi soñador... y quién le sueña a él? ¿Qué pasaría si, como me han arrebatado a mí mi historia, se la quitaran a él? ¿Tendría valor para tomar una decisión como ésta?
Todo es demasiado cruel: ¿para qué me dio un sueño la vida, si después habría de quitármelo?
Nunca he sabido lo que era tener ilusiones, proyectos... Mi trabajo ha sido un trámite que cumplir para permitirme comer tres veces al día. Tener una hija fue encontrarme con una boca más que alimentar. Todo ha estado a punto de cambiar, cambiar para siempre. Pero no ha podido ser. Nunca he amado con más fuerza a mi hija que ahora. Ni a mi vida (no la que es, sino la que podría haber sido). Es extraño. Ahora que voy a morir tengo más ansias por vivir que nunca. Seguramente por eso quiero hacer esto; porque he comprendido lo que es la vida de verdad, pero me la han quitado, me la han quitado. ¿Quién quiere volver a la cárcel después de saber lo que es la libertad? ¿Quién quiere?
Nadie es culpable de esto que voy a hacer. Nadie más que yo mismo. No sé si por aferrarme de forma tan enfermiza a un sueño (¿qué hay más vano que las ilusiones nocturnas?) o por no haber sabido aprovechar mis años. Pero ahora quiero enmendar mi error. Ya que no puedo dormir para soñar el final de mi historia, para hacer real mi sueño, para vivir libre, ¡libre al fin!, prefiero quitarme la vida. Seguramente me tomen por loco: ¿pero acaso no murieron muchos otros por un sueño, y los llamaron héroes, profetas o mártires? Morir por un sueño...
Un sueño. Ahora tengo el valor que no tenía antes para cumplirlos. Eso es lo que voy a hacer ahora. Quitarme la vida, pero no para morir, sino para soñar... Cerrar los ojos bajo la brisa, a la tenue luz de la luna, y dormir, dormir, dormir para siempre... Dormir arrullado por la voz de mi sueño, acunado por las historias que me quiera contar la noche eterna al oído.
Nada me queda por decir. Ya saben por qué hago esto. Por un sueño.

Ha caído el sol. Noche cerrada. Ya es hora de que acabe todo.

¡No me despierten, por Dios! ¡Déjenme dormir, déjenme, déjenme!

Málaga, invierno del 2003

Posted by Santo at 7:24 PM | Comments (8)

6 de Agosto del 2004

Historias de mi barrio II

El árbol

Cuando mi padre lo trajo no era más que una ramita con tres brotes verdes. Aún así lo plantamos en una maceta que yo ni siquiera podía abarcar con mis brazos, porque "no sé qué árbol es, pero un día crecerá", me dijo. Cuando todos se fueron, yo me senté en la terraza junto al árbol y acaricié una de las puntas verdes que sobresalían del leve tronco. ¿Crecerás antes de que yo me haga mayor?, le pregunté. ¿Serás más alto que yo? Se estremeció un poco y luego calló. Creo que había decidido esperarme.

Durante meses me sentaba en el suelo al lado de la maceta a leer. Los tres brotes se convirtieron en hojas. "Se está tomando con calma el asunto de crecer", decía mi padre. Yo sonreía y no respondía nada. Pasaba el tiempo, y yo dejaba de ser niño cada día un poco más. El árbol empezó a ganar altura y mostrar nuevas ramas. A la vera de su maceta blanca, todas las tardes yo le contaba todo aquello del mundo que iba descubriendo, y él me escuchaba.

Con los años crecimos tanto que ni yo cabía en mi vieja cama ni él en su vieja maceta. Una tarde reventó con sus raíces el plástico blanco; fue el mismo día que discutí con mi padre porque no quería dejarme salir de noche. El árbol había crecido casi un metro, y mostraba ya orgulloso una pequeña copa de hojas brillantes. No podíamos dejarlo languidecer en mi terraza, así que lo transplantamos a un alcorque vacío de mi calle.

En menos de dos semanas todas sus hojas verdes se volvieron viejas y amarillas; así que yo empecé a bajar cada noche con una garrafa de agua a regarlo. Mojaba sus ramas para limpiarlo del polvo y del calor, y empapaba su tierra reseca y cuarteada por el verano. Muchas veces escuché a las viejas de mi barrio, sentadas junto al árbol en un banco, decirme que deberían arrancarlo y sustituirlo por otro que diera verdadera sombra, en lugar de esa rama escuchimizada. Yo me enfadaba, y pedía paciencia. "Un día crecerá, estoy seguro. Denle tiempo."

Terminó el verano y el árbol volvió a lucir su color verde brillante, y siguió creciendo, lentamente pero sin detenerse. Yo aún bajaba a darle agua y a hablarle. La primera vez que quise llorar y gritar y romperlo todo por una chica esperé a que el mundo durmiera y me senté a su lado. "No imaginas lo que me ha pasado." El viento desplegó sus nuevas ramas juveniles; yo sabía que me estaba escuchando con atención.

Han pasado los años y el árbol ha crecido hasta ser más alto que yo. Cubre el banco con la ancha sombra de su copa y no agoniza de sed cuando llega el verano. Yo también he crecido, y ya no descubro tantas cosas nuevas del mundo, ni me hacen llorar las mujeres como antes. Hace mucho que no hablamos: nos hemos hecho adultos y ya no necesitamos el uno del otro. Sin embargo, cuando llego a casa de noche siempre me detengo un segundo a su lado.

Buenas noches, árbol.

El viento mueve sus ramas fuertes, y sé que me está contestando. Buenas noches, Antonio.

El árbol
arbol.jpg

Posted by Santo at 4:15 PM | Comments (12)

16 de Junio del 2004

Enjambre

-El dolor es una sensación de infinitos matices. Desde una ligera punzada purpúrea en los labios hasta un eléctrico golpe que bloquea todo el cuerpo. Una sublime expresión del poder de la divinidad. Dolor.

Silencio. Humo rojo y gris. Hierro y fuego.

-La anatomía humana es fascinante, ¿sabes? Muy resistente a ciertos impulsos, como el miedo, el hambre, el frío. Y deliciosamente sensible a otros. Al placer, por ejemplo. Hay puntos en el cuerpo que no conocéis capaces de llevar
al éxtasis con un simple roce - la delicada, blanca mano acaricia un rostro aterrado.

escolopendra.jpg

Pasa el índice por sus labios, toma con suavidad la mandíbula y le obliga a
entreabrirla. Besa con lascivia, con lujuria mortal: el rojo beso se convierte en sangre. Lentamente, para darle tiempo a saborear el terrible dolor, le arranca la lengua de un mordisco. Inunda al hombre, desde la garganta hasta llenarle todo el cráneo, la marea eléctrica de la herida. Siente entonces la boca colmada de infinitas e inmundas patas. Trata de gritar, pero el sonido es ahogado por algo infecto que se pasea por su paladar. Una gigantesca escolopendra escapa retorciéndose de sus entrañas; sale de su boca, camina por su pecho y resbala hasta el suelo. Víctima de un terror supremo, el hombre, crucificado en un madero sujeto a la pared, ya ni siquiera intenta gritar. Sólo llora.

El delgado hombre que le mira, con la boca ensangrentada, escupe un trozo
de lengua al fuego.

-Pero, querido mío, la línea que separa el placer del dolor supremo es muy difusa. Y, ¿sabes? A mí no me interesa provocarte placer.

Articula las últimas palabras sílaba a sílaba, con frialdad, sin más expresión en el rostro que una levísima sonrisa.

-Como te decía, vuestra anatomía es sorprendente por su sensibilidad, pero sobre todo por su resistencia - mira el rostro suplicante, lloroso, aterrado . ¿Crees que no puedes sentir más dolor? ¿De verdad piensas que un simple bocado, unos huesos rotos y unos clavos son todo lo que puedes aguantar? Estás muy equivocado. Te voy a demostrar, querido mío, cuánto dolor puedes llegar soportar antes de morir.

Tomó con delicadeza una barra de hierro que descansaba cerca del fuego. Se la mostró, y en un movimiento rápido y sin emoción lanzó un golpe contra el codo derecho del torturado. Sonó un crujido y un grito lastimero. Con otros tres golpes certeros quedó con rodillas y codos quebrados.

-Esto es por comodidad, pequeño. Para que no te muevas demasiado cuando empiece – dijo, justo antes de romperle también los hombros.

******

Había entrado en un burdel de mala muerte en un kilómetro perdido de una carretera entre provincias. Olía a orina, alcohol barato y desesperación. Sobre la barra un par de putas bailaban quitándose lentamente la ropa, con cara de aburrimiento y mejor cuerpo que talento para el baile. Una docena de malolientes camioneros y vagabundos babeaba ante el espectáculo. Todos se giraron al ver entrar a aquel señorito de ciudad, trajeado, esbelto, de rostro hermoso. Pronto eligieron ignorarle: debía de ser el último camello que surtía al dueño del local. Pero las chicas no hicieron lo mismo: intuyeron que aquel cliente debía de ser de los buenos y se lanzaron sobre él como las bestias hambrientas que eran. Se sentó en una mesa y se dejó acariciar, ignorándolas, durante un rato. No buscaba sexo. Encendió un cigarro y pidió un whisky que no iba a tocar. La clientela del local, excitada por la carne y la bebida, se ofendió al ver que el recién llegado les privaba del baile para ignorar a las putas. Empezaron a gritarle insultos y bravuconadas. Él sonreía levemente, esperando. Esto era lo que quería.

Pronto uno de ellos, el más grande, el más fuerte, el más estúpido, se dirigió a él. “Pedazo de maricón”, lo llamó, “si no vas a comer, ¿para qué hostias metes la mano en el plato?”. La ocurrencia fue coreada a gritos por todos. Él sólo levantó la vista y le miró, sonriendo con rostro inextricable. “Deja de mirarme así, hijo de puta... Deja de hacerlo...”, decía reculando el gigantesco borracho, asustado por Dios sabe qué. Miró tras su hombro al resto de escoria que le impulsaba a partirle la cara a aquel desgraciado. El dueño del local ya tenía la pistola sobre la mesa para terminar con la pelea cuando fuera el momento. No podía echarse atrás. Se armó de valor, apartó a las putas y lanzó un puñetazo a la cara del hombre que, sentado, le estaba esperando. No supo cómo pudo fallar el golpe. Cuando volvió a mirar el otro estaba en el mismo sitio, pero intacto. “Inténtalo otra vez”, le dijo con voz melosa. De nuevo falló. Se lanzó sobre él para agarrarle del pecho, romperle el torso, el pescuezo.

“Tch, tch. Yo que tú no lo haría”.

Con una sola mano, el desconocido detuvo la carrera del hombre agarrándolo por el cuello. Hizo algo de fuerza y se escuchó boquear y sollozar al borracho. Le soltó, y de un puñetazo en la espalda (que pareció lento, suave, e hizo crujir sus huesos horriblemente) lo mandó al suelo. Entonces lo tomó por el pelo y lo arrastró hacia la puerta. “Me lo llevo, caballeros. Sobre la mesa les he dejado el importe de la copa. Y propina”.

Qué más daba. Cinco minutos después el local ardió hasta los cimientos. Con putas, borrachos y yonkis dentro.

“Incendio provocado por accidente o imprudencia”, fue el parte policial.

******

Tenía en aquella habitación un horno cuadrado de gran tamaño a la altura de sus rodillas, donde había encendido un fuego suave con brasas y carbones; y sobre él, una rejilla metálica. Levantó al crucificado sin dificultad y lo colocó, aún con la cruz, sobre ella. La carne de su espalda humeó, se cuarteó y reventó en ampollas con sufrimiento indecible al contacto de las lenguas de fuego. Un grito resonó entre las paredes.

-No grites, querido; nadie te oirá desde aquí abajo. Bien, por dónde íbamos... Ah, sí. Por el dolor. Bueno, supongo que nunca te has visto a ti mismo desde fuera. Te voy a dar la oportunidad. Aunque sea sólo de mirar tu pellejo vacío.

Cogió un fino cuchillo, con el que dibujó líneas sobre la torturada piel siguiendo un patrón desconocido. Mientras lo hacía canturreaba una letanía en un idioma que ya era viejo cuando cayó la Primera Ciudad.

-¿Has despellejado alguna vez un conejo? Es fácil. Primero haces incisiones sobre la piel para irla separando de la carne. Así no se partirá cuando la arranque. Después dibujo un círculo con el cuchillo siguiendo las articulaciones de la muñeca y el pie, y meto el filo entre la piel y la carne. Haciendo una ligera palanca, así – cada movimiento era coreado por gritos de dolor – hago el suficiente espacio para poder meter la mano y ... Tirar.

Había conseguido levantar la piel; ahora tiraba de ella muy lentamente, arrancándola de la carne. Cada centímetro era una eternidad de llanto y dolor. El torturado sentía fuego sobre sí, como si hubieran encendido una tea en su interior y le quemara, le ardiera la sangre por dentro con una llama negra. Al fin llegó al cuello, y de un tirón seco le arrancó también la piel de la cara.

-Oh, mira. La espalda se ha partido. No debí ponerte sobre el fuego. En fin, qué bonita estampa –dijo con sarcasmo, sujetando la piel por los hombros para que la viera bien. Después la clavó extendida sobre la pared. Podía ver la mueca grotesca de terror de su propia piel arrancada -. Bien, sigamos. Ahora mismo debes de estar a punto de desmayarte. Que te arranquen la piel es uno de los peores dolores que puedes sufrir, o eso dicen. Pero aún puedes aguantar algo más antes de perder el sentido.

De nuevo cogió el cuchillo, y deslizándolo suavemente por la cara le cortó la nariz, las orejas, los labios. Metió los dedos en su boca y seccionó lo que le quedaba de lengua. Después, uno a uno, le obligó a tragarse cada pedazo de su carne.

Todo se hizo oscuro, y se desvaneció.

******

Hielo, hielo más frío que la muerte sobre la carne; mordisco lento y cruel en la médula, en cada centímetro del cuerpo. Así le dolía el agua ahora como antes le había dañado el fuego. Su torturador le había sumergido en una cuba de agua fría con sal. Después lo levantó y volvió a colocarlo en la cruz sobre la pared.

-Bien, pequeño. Ahora sí puedes decir que conoces el dolor. Pero no te dejaré morir, aún no. Te he dado algo de mi sangre para mantenerte con vida. Podrás resistir aún días sin morir desangrado. Aún te queda sufrimiento, querido mío...

Ante la cruz había un bulto del tamaño de un hombre tapado con un trapo. Quitó la tela. El crucificado pudo verse en la bruñida superficie de un espejo. Sin piel, con los músculos latiendo, ensangrentados y mordidos por la tortura; la cara destruida, sin orejas, nariz ni boca; las articulaciones rotas. Lloró al verse, y las lágrimas también le causaban dolor sobre la cara. Habría pedido la muerte si aún tuviera lengua.

-En fin, querido – decía el hombre trajeado, limpiándose las manos con un trapo mientras caminaba lentamente hacia la puerta -. No sé si sabes que la auténtica tortura de la cruz no es sólo el dolor de manos y pies, sino la asfixia. Para poder respirar tienes que apoyar el peso en los clavos, en tus articulaciones rotas, lo que te hará delirar de dolor. Si no lo haces morirás sin aire. Pero el instinto de supervivencia os supera a los humanos: intentarás respirar el máximo tiempo posible. No eres capaz de acortar tu suplicio: no tienes valor ni siquiera para eso. Ah, se me olvidaba – dijo, ya desde la puerta-: haberte dado mi sangre ha prolongado tu vida unas horas, pero te hará sentir un hambre atroz dentro de poco, como hasta ahora no habías conocido. Pronto te dominará por completo y te sentirás enloquecer. La Bestia pondrá su mano sobre ti. El tuyo será un final terrible, pequeño: el más terrible que he podido imaginar. Pero piensa al menos - terminó, mientras cerraba tras de sí – que estás sirviendo a la Gran Obra. Sin duda es todo un honor.

Quedó solo en medio de total oscuridad y un silencio gris. Entonces los escuchó: desde los rincones de la habitación, miles, millones de patas que se dirigían hacia él; chasquido de pinzas, mandíbulas rezumando veneno. Casi podía sentirlos acercándose, y no podía moverse.

Cada

vez

están

más

cerca

Está rodeado. Sus ojos infinitos brillan en la oscuridad. Le miran. Es su presa. Y entonces, uno a uno, se posan en su carne abierta y empiezan a subir por él, lentamente; cubren sus piernas, su torso, sus brazos, hasta estar completamente cubierto de insectos y veneno y muerte. Seguían subiendo. En la oscuridad, solo, entre un infierno de dolor y locura, el hombre lloró por última vez. Entonces llegaron al rostro; cubrieron sus ojos y llenaron su boca, caminando a través de su garganta hasta sus entrañas. Aún mantuvo la consciencia un rato más, hasta que al fin sus pulmones estuvieron infestados por la plaga y ya no pudo respirar. Con un último suspiro de dolor, todo fue oscuridad para siempre.

Relato ambientado en Vampiro: La Mascarada, para el baali Barzilut Haddad. Málaga, 2003

Posted by Santo at 11:28 PM | Comments (10)

10 de Junio del 2004

Orden de alejamiento

Rompió el sobre casi con deleite y extrajo la ansiada orden de alejamiento. Después abrió el listín telefónico por la página marcada y tachó un nombre más.

Ella cumplía todos los requisitos; por eso la eligió. Mediana edad, soltera, a cargo de su anciana madre, trabajadora; era de suponer que honrada y virtuosa. Tomó algunas fotos de ella desde la seguridad de su coche y averiguó todos los datos que necesitaba; después, empezó a seguirla.

Al principio no se dejaba ver. Era esa cara extrañamente conocida que te encuentras a menudo en el autobús, en la cola del mercado, en la calle de la peluquería. Después pasó a ser la inquietante presencia detrás de la última esquina, el hombre que siempre está a la salida de tu oficina y recorre el mismo camino que tú. Poco a poco se dejó ver cada vez más, y empezó a seguirla no sólo en la vuelta a casa después del trabajo. Ella se asomaba a la ventana nada más despertarse, y le veía sentado en un banco observándole con unos prismáticos. Fuera a donde fuera el hombre la seguía con descaro, hasta convertirse en la sombra que pisaba su propia sombra.

Una noche, después de meses sin tener una cita, salió a cenar con un hombre. No había visto a su perseguidor en todo el día. Llegó a casa un poco achispada por el vino. Llamó al ascensor; de él salió aquel extraño que no la perdía de vista. Se cruzó con ella casi sin mirarla, con dejadez; se tocó el ala del sombrero y musitó un "buenas noches". Aterrorizada, subió a casa llorando y llamó a la policía para poner la denuncia.

Todo había salido a pedir de boca. El juez había dictado una sentencia clara: orden de alejamiento. Una más. Ya llevaba trescientas sesenta y siete. El hombre se sentó en su butaca satisfecho, encendió un cigarro y buscó otro nombre en el listín telefónico. A este paso, muy pronto tendría una orden de alejamiento de todos y cada uno de los habitantes de la ciudad.

Tal vez entonces conseguiría, de una vez por todas, un poquito de tranquilidad.

Posted by Santo at 1:08 PM | Comments (0)

24 de Mayo del 2004

Secreto de confesión

Caía la tarde y el padre Mariano estaba a punto de salir del confesionario. En ese momento la puerta de la vieja iglesia chirrió en sus goznes, y unos pasos firmes resonaron en el suelo de piedra pulida. El cura se acomodó como pudo en el asiento de madera de roble y suspiró. Una figura se sentó al otro lado de la reja.

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.

Por supuesto, reconoció la voz al instante. En aquel lugar se conocían todos. Pero debía continuar el ritual y fingir que había cierto anonimato.

-Cuéntame, hijo.
-No vengo a confesar ningún pecado cometido, padre. Vengo a pedir perdón por uno que voy a cometer.
-Pero, hijo, no puedo hacer eso. Sería como darte permiso.
-Me perdone usted o no, lo voy a hacer igual.

El padre Mariano no sabía qué decir. No sabía si aquello se podía hacer o no. Se encogió de hombros y pensó que, si Dios perdonaba a todos, aunque se negara ahora más adelante tendría que absolver a este pecador. Tanto daba hacerlo antes o después.

-En fin... Dime qué es eso que vas a hacer y te doy la penitencia.
-Voy a matarle, padre.
-¿Cómo?
-Voy a asesinarle. Esta misma noche. Sé que está mal, pero es superior a mí. Tengo que hacerlo.

El cura se quedó sin aliento. El hombre siguió hablando:

-Vengo para avisarle, padre. Para que me perdone. No es nada personal, ¿sabe usted? Además, quiero estar a buenas con Dios.

Al fin, el viejo padre Mariano reaccionó:

-Bueno... Reza cinco veces el rosario. Puedes irte, hijo. Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Cuando la puerta de la iglesia se hubo cerrado, el cura salió del confesionario con un profundo suspiro. Barrió el suelo, limpió el polvo de las imágenes y guardó el dinero del cepillo en su mesa. Después subió a su casa, cenó un plato de sopa de cebolla escuchando la radio y se puso a leer el periódico. Un rato después rezó sus oraciones y se fue a dormir.

La policía lo encontró muerto a cuchilladas algunos días después. Nadie supo jamás quién fue su asesino. Un buen cura siempre respeta el secreto de confesión. Y en un pueblo tan pequeño es imposible huir muy lejos.

Posted by Santo at 8:42 PM | Comments (8)

14 de Abril del 2004

Paranoia

"¡Dejadme, dejadme, dejadme! Me vigiláis desde que nací. ¿Es que no os cansáis de esta maldita cacería? Cuando vuelvo a casa escucho vuestra respiración detrás de todas las esquinas. Estáis allí cuando llego, detrás de mi ventana. Un aire helado me quiebra la espina dorsal y me despierto aterrado, y sé que es vuestro aliento en mi nuca. Cuando trabajo vuestra mirada me disecciona el pecho, me lo llena de hielo. Descuelgo el teléfono y sólo escucho vuestra maldita voz destilando cada gota ácida de vuestro odio.

¡Malditos, malditos, malditos! He conseguido huir de vuestra persecución, liberarme de vuestras cadenas. Ya no os sentiré escondidos debajo de cada sombra, no os veré sin veros en todos los rincones. Aquí no podréis encontrarme, aquí no, ¡aquí no, malditos! Estoy más allá del alcance de los arpones de vuestras manos. Hasta aquí no llegan vuestros ojos ni oídos. ¡Buscadme cuanto queráis! ¡Venid ahora si podéis! ¿No me encontráis en esta fotografía? ¡Yo soy el que la está mirando!"

El desafío rebotó contra el espejo en el que se miraba. A la mañana siguiente lo hallaron con la garganta desgarrada y una fotografía en las manos. En ella, sobre un banco de una plaza, no había nadie sentado.

banco-parque.jpg

Idea de relato grupal propuesta por J.R.Brox, que debía terminar en: "¿Me encuentras en esta fotografía? Yo soy el que la está mirando". Improvisado en Málaga, a 13 de Abril del 2004.

Posted by Santo at 12:03 AM | Comments (5)

8 de Abril del 2004

Amapolas

El fin de semana pasado Delirio y yo nos fuimos de acampada a Alfacar, un pueblo cercano a Granada. Montamos nuestra tienda cerca del gran campamento que habían levantado los más de 500 chicos que asistían a una macroacampada scout.

Pasamos el día tranquilo, sentados a la dulce sombra y escuchando las voces de los niños. Llegada la noche nos metimos en la tienda y estuvimos un rato charlando metidos en los sacos. Escuchamos a lo lejos una voz, instruyendo con un mégafono a los chicos sobre un juego nocturno que iban a hacer. Una especie de guerra, un asalto a una ciudad. Comenzó a tronar un terrible ruido, como el entrechocar de espadas contra el metal de los escudos; entonces un grito brutal salió de cientos de gargantas, y escuchamos carreras, golpes y gritos. Nos reímos a carcajadas, imaginando a los niños disfrazados y metidos en su papel de temibles soldados. Entonces dije: "Imagina que toda esa batalla es real. Imagina que mañana salimos de la tienda y están todos muertos". Delirio me pidió que me callara, me dio un golpe en un brazo y se acercó un poco más a mí.

amapolas.jpg

Nos despertamos con el calor de media mañana. Sólo se escuchaba el ocasional canto de algún pájaro. Salimos de la tienda y descubrimos con horror que el prado estaba sembrado de cadáveres. Cuerpos muertos de cientos de niños, con los ojos ciegos y las manos muertas contra la hierba. Entre todos ellos, en la tierra regada por su sangre, habían crecido amapolas.

Posted by Santo at 3:44 PM | Comments (4)

5 de Abril del 2004

Barón de Munchausen II

El martes, después de mucho tiempo sin pasar por allí, volví al Harén. Esta tetería de Málaga se está convirtiendo cada día más en punto de encuentro de una especie de élite artístico-hippie de la ciudad. Siempre hay exposiciones de fotografía o pintura, y no hay cantautor o músico independiente no heavy de Málaga que no haya cantado allí.

En dos ocasiones he estado contratado allí como cuentacuentos. La primera vez me cogieron a ciegas, sin conocerme y sólo porque el de verdad no pudo venir el día que me ofrecí. Improvisé historias durante más de una hora y quedé contratado. Dos meses después lo dejé, y medio año más tarde me volvieron a llamar para hacer otra sustitución. Estuve otro par de meses con mis historias junto con una chica, Hannah, muy mona ella y muy buena contando cuentos. Cuando volvió el ausente regresé a mi puesto en el banquillo.

Tiempo después (de esto hace, quizá, un año) me enteré de que el cuentacuentos al que sustituí en varias ocasiones lo había dejado definitivamente, y ahora rondaba por allí todos los martes Nacho, un espontáneo al que yo mismo di paso de vez en cuando las últimas veces. Casualidades de la vida, Nacho era compañero de facultad y primo de un amigo. Así que el martes pasado cogí mis bártulos después de la clase de Lengua Árabe y bajé a la tetería.

Al final compartí escenario con el bueno de Nacho, y el dueño se acordó de que no me había llamado (la madre que lo parió) y me volvió a contratar. Así que, por tercera vez, vuelvo con los bolsillos llenos de palabras al Harén, todos los martes a las 20.30, mano a mano con Nacho. Este martes (con dos cojones) jugamos un barón de Munchausen en directo (remember: ejercicio de improvisación de historias), con el público muy atento a cada palabra nuestra. Ésta fue la historia que yo improvisé, transcrita más o menos fielmente.

penguin.jpg

Nacho dixit:

¡Estimado caballero! Recuerdo una historia que escuché de vos y me sorprendió gratamente. ¿Cómo fue vuestra visita al continente de los pingüinos morados!

Santo respondit:

¡Interesante historia, pardiez! Tanto así que será un auténtico placer relatárosla, querido amigo. Veréis, todo empezó cuando yo, tras salir escaldado del asunto del camello cojo y el sable de cristal que olía a pies (en el que vos tuvisteis parte protagonista, por cierto) me dirigí hacia el país de Cataplinolandia. Allí me disponía, por encargo de un oscuro personaje cuyo secreto he jurado guardar, a robarle el Cetro de Poder al rey Cataplín, lo que habría permitido a cualquiera ostentar el poder sobre los Cataplines.

Cruzar el reino sin ser espiado, atravesar la ciudad sin ser visto y penetrar en el palacio sin ser descubierto fue una tarea fácil para mí, acostumbrado a labores de espionaje del máximo peligro. Así entré, embozado y pisando cuidadosamente para no hacer ruido, en los aposentos del rey Cataplín. Dormía, el muy rufián, abrazado a su Cetro de Poder. Traté de deslizarlo de entre sus manos durmientes, pero lo tenía firmemente apretado. Intenté entonces llevármelo de un tirón, y hasta de varios, cada vez de mayor intensidad. El rey Cataplín no soltaba su Cetro; ni siquiera se despertaba. Entonces utilicé el método secreto que se ha transmitido de generación en generación en mi familia para abrir puertas cerradas y arrebatar objetos a quien se aferra a ellos: le planté el pie izquierdo en el pecho, agarré el Cetro con las dos manos y tiré con todas mis fuerzas.

Justo en ese momento entró la Guardia Real. Fui detenido y acusado del asesinato del monarca. Resultaba, querido amigo, que el motivo por el que ni soltaba el Cetro ni se despertaba era que el cadáver se veía ya aquejado por el rigor mortis.

En el juicio apelé a mi condición de extranjero, a la protección de mi rey, a la clemencia del jurado, a la falta de pruebas y a la madre que me parió. Finalmente sólo fui condenado al destierro y a no volver a pisar nunca jamás Cataplinolandia. Supongo que el verdadero asesino ya estaba satisfecho con los resultados y no quería más sangre que clamara venganza.

Así que me colocaron en una barca diminuta; tanto, que la cubierta tenía el tamaño de un taburete. Y además uno no muy grande. Y así yo, abrazado al palo y con la vela desplegada, surqué los helados mares de Cataplinolandia, país frío en una tierra muy al norte.

Durante días pasé hambre, sed y frío; en mis delirios febriles veía loros, ponies voladores y hasta gamusinos colorados. Cuando vi la tierra de color morado creí estar aún delirando; pero tomé tierra y vi que no era una alucinación. Había llegado a una extraña isla, un continente quizá, poblado de pingüinos de color morado.

En aquel momento recordé que un buen amigo mío se hallaba en un apuro monumental. Casado desde hacía treinta años con su mujer, llevaba lustros atormentado por una fantasía sexual que no podía consumar: deseaba sodomizar a su mujer. Pero le daba vergüenza confesárselo y sufría en silencio su martirio. Así que yo, iluminado por una súbita idea, abrí el compartimento secreto de mi barca, que era estrecha pero muy profunda y estaba especialmente acondicionada para cargar con pingüinos recién pescados (por algo Cataplinolandia es un país nórdico). Llené la bodega de pingüinos hasta los topes y navegué rumbo a mi tierra natal.

Allí llevé a cabo el plan en confabulación con mi amigo. Liberé a los pingüinos morados en su salón para que camparan a sus anchas, mientras su señora hacía las compras. Yo me escondí en un armario para vigilar el buen funcionamiento de mi plan, y mi amigo fue a su puesto, también escondido tras una puerta. En aquel momento cruzó la puerta su esposa. Paralizada por la sorpresa de tener el salón lleno de pingüinos morados, soltó la bolsa de la compra y llamó a su marido a gritos:

-¡Manolo, Manolo! ¿Qué hace el salón lleno de pingüinos morados?

Y mi amigo, según el plan, contestó:

-¡Qué pingüinos morados ni qué niño muerto? ¡Tú lo que quieres es que te dé por culo!

...Y visto que mi plan había llegado a buen puerto, me retiré discretamente mientras mi amigo consumaba de una vez la fantasía que tanto tormento le había causado.

Posted by Santo at 2:46 PM | Comments (1)

26 de Marzo del 2004

Cinco minutos

-Eres un cutre, tío. ¿Aquí? Esto es un puto terraplén.
-Que no, hombre... No deja de ser el aparcamiento de la facultad de Periodismo. Y además mira qué vistas tenemos.
-Sí, a la carretera, no te jode...
-¡Encima de que tenemos vistas, no pedirás que sean bonitas!
-A ver, callaos los dos... Mirá, se acabó, yo no me muevo más. Coloco acá la banqueta y la música. ¿Qué pongo?
-¿Qué tienes?
-Goyeneche, que es un tanguista muy bueno... Se murió resién con 81 años, y consumía coca todos los días, el boludo.
-Hala, ya quisiera yo tener esa resistencia.
-También tengo Charly Garsía... Y esto es una banda de blues de Buenos Aires.
-Pon el blues.
-Qué va, qué va, pon los tangos, dónde vas a parar... ¡Con lo bonitos que son! Me encanta la voz de Gardel. Cada día que pasa canta mejor.
-Pero si está muerto...
-Da igual. Cada día canta mejor. Pon los tangos.

Decí, por Dios, qué me has dao
que estoy tan cambiao,
no sé más quién soy...

-Un poquito más triste de la cuenta, ¿no te parece?
-No es triste. Goyeneche se hiso muy famoso porque, más que cantar los tangos, los resitaba. Tomá el polen y un sigarro. No tengo papel.
-Yo sí. Trae pacá, que como lo líe éste vamos apañaos. Huele bien, ¿a quién se lo compras?
-¿Querés un troso? Yo apenas fumo, ahora con el niño y eso no puedo, viste. Pero igual vos que andás todo el día por acá...
-Luego igual cojo algo. ¿Qué tal está el niño?
-¡Me cago en su puta...! ¡Puto viento!
-Ostias, qué torpe.
-¿Se cayó mucho? Echale más... El niño está relindo, y la madre ya se puso en su peso y todo eso, se encuentra mucho mejor. Ya está regrande... Para dos meses que tiene, la concha de su madre, está grandísimo.

Te vi pasar tangueando altanera
con un compás charnego y sensual,
que no hice más que verte y perder
la fe, el coraje, el buen savoir faire...

-Oye, ¿de qué parte de Argentina eras tú?
-Buenos Aires.
-Oye, que rule...
-¡Pero déjame que fume, coño, si lo acabo de encender! Qué te decía... Ah, sí, Buenos Aires. Un amigo mío es de allí. Se podría decir que vivimos un tiempo juntos.
-Ah, qué bueno... ¿Y cuándo venís para visitar la siudad?
-No sé, sale muy caro el viaje. Aunque ahora con el cambio de la moneda igual no tanto. Me dijo mi amigo que desde lo del corralito hay un poco de mal rollo con los españoles.
-Nah, no es sierto. Hay mal rollo con Telefónica.
-Claro. Anda, toma, desesperao.
-Ya era hora, joder.

No me has dejao ni el pucho en la oreja
de aquel pasao malevo y feroz.
Ya no me falta pa completar
más que ir a misa e hincarme a rezar.

-¿Quién era el que te acaba de saludar? Ah, toma...
-Grasias.
-Un antiguo compañero del colegio. Canío, yo voy a irle tirando pa la clase.
-Y yo pal césped. ¿Tú qué vas a hacer, vuelves a poner el chiringuito?
-Qué va, estoy hecho mierda. Creo que cargo el coche y voy para casa. Tengo ganas de ver al niño.
-Hasta mañana entonces.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.

Posted by Santo at 6:06 PM | Comments (3)

10 de Marzo del 2004

Una buena racha

El viento sacude mi pelo; creo que debería bajar la capota del coche.
Voy corriendo a toda velocidad por una carretera provincial. El motor de mi deportivo vibra en cada curva. Debo llegar al casino temprano.
Las puntas de los tejados ya comienzan a despuntar en el horizonte tintado del sanguíneo rojo del atardecer. Estoy muy cerca. Diez minutos más y estaré cruzando la dorada puerta del casino.
Aparco en la acera y apago el motor. Le doy las llaves al chico que espera en la puerta: "Apárcalo con cuidado, no vayas a rayármelo", le digo. El muchacho sonríe y dice: "No se preocupe, señor. No habrá problemas."
Cruzo la puerta, saludando con un ademán al inmenso guardia. Me miro fugazmente en el espejo del guardarropa: chaqué negro, corbata, raya impecable en los pantalones. Contra lo oscuro de mis ropas, contrasta la palidez de los rasgos de mi cara: nariz aquilina, ojos grises, blancos dientes y ancha boca, peleando contra el negro de mi pelo y de mis ropas, como estrellas intentando iluminar una noche de luna nueva. Hago una sencilla coleta con mi pelo, y me cubro la cabeza con un sombrero negro. ¡Pero si parezco salido de una película de cine negro! Ya no importa; sigo andando hasta el interior de la inmensa sala que configura el salón principal del casino. Cientos de estúpidos ricos gastan su dinero alegremente aquí, repartidos por distintas mesas con variopintos juegos de azar, todos ellos imposibles de ganar, excepto para mí, que he nacido para esto. Pienso en Jane, tirada en un rincón de la calle, pasando frío y hambre. Lo siento, nena. Lo siento, pero no puedo dejar de quererte. El espectáculo de semejante derroche de dinero provoca una mueca de repugnancia en mi cara, pero rápidamente vuelvo a adoptar mi mejor sonrisa para conquistar a todas las viejas damas de sociedad, que murmullan admiradas ante mi porte y mi donaire cuando paseo por la sala, mirando con condescendencia a todo y todos.
Paso por la primera mesa, y voy saludando. "Buenas noches", digo. "Mi nombre es James. ¿Cómo van las apuestas?" El croupier declara que la banca acaba de ganar un juego. Le voy a dar una lección a ese estirado.
-Deme esos dados.- le ordeno. Nadie se niega a que juegue primero; todos acaban de ser desplumados.
-¿Cuánto se juega, señor?
-Medio millón de dólares.- afirmo. La cara de asombro del croupier no dura mucho; rápidamente corre a llamar a su superior. Este viene y me pregunta si estoy seguro de querer apostar tanto dinero; sin dudarlo le digo que se aparte. -Medio millón al seis.- muevo los dados dentro de mi mano. Como los galanes de película, acerco los dos dados a una preciosidad que hay a mi lado, y le digo que los bese. Se sonroja; se ve que es nueva por aquí. Duda un poco, pero al fin les da un tímido y suave beso, que se posa también intencionadamente en mis dedos. La mirada que después me lanzó me hizo ver qué tipo de mujer era en realidad y qué quería de mí. Lanzo los dados con un rápido ademán sin darme la vuelta; rebotan en el otro lado de la mesa, y los números muestran el ansiado seis.
-El señor acaba de ganar el juego. Damas y caballeros, hagan sus apuestas. -dice el asombrado croupier. Cojo del brazo a la prostituta y me dirijo a otra mesa.

Juego por juego, voy ganándome las simpatías de todos los hombres ricos de este lugar. Con mis apuestas, estúpidas por lo atrevidas, voy encandilando a cada mujer, atraídas por el brillo del dinero. Sigo ganando, por supuesto; es lo que se me da mejor. Los distintos croupiers comienzan a dejarme jugar con reparo, como si no quisieran lanzar la ruleta, o repartirme cartas. Esto está siendo muy divertido.

ruleta.jpg

Llevo tres horas jugando y ya me he llevado hasta el último dólar del casino. La furcia sigue colgada de mi brazo; cree que después de esto tendrá su premio. Me marcho, triunfalmente, por la puerta, con las atónitas miradas del encargado y de los clientes puestas en mi espalda (y, por qué no decirlo, en el trasero de la rubia). Paso por la caja para cobrar todo lo que he ganado; me dan un maletín lleno de billetes y un cheque para lo demás. "Lo siento, señor, pero no tenemos más efectivo". Acabo de dejar en bancarrota a un casino. ¡Perfecto!

Monto en el coche y lo arranco, llevando a la prostituta conmigo. Cuando llevo un buen rato conduciendo, le pregunto a la chica dónde vive.
-¿Para qué quieres saberlo?- me dice, extrañada. –Podemos ir a tu casa, o a un hotel.
-Voy a llevarte a tu casa. Lo siento, pero esta noche no habrá diversión.- su preciosa cara se transforma en una mueca de odio.
-¿¿Y para eso me has tenido contigo toda la noche?? ¡¡Me has hecho perder clientes!! ¡¡Eres un...!!- comienza la retahíla de insultos más larga que he oído en mi vida. Además de ser preciosa tiene bastante imaginación Y parecía una chiquilla inocente... Le abro la puerta y le digo:
-Lárgate. Si no quieres que te lleve a tu casa, cierra el maldito pico y bájate de ahí.- Lo curioso es que la chica me obedece. Se baja del coche y se larga andando. Es una auténtica pena: estaba buenísima. Menudo desperdicio.

Aparco el coche en el jardín de mi casa. Recuerdo un morboso artículo que leí en una revista: ¿dónde era el mejor sitio para dispararse? ¿En la sien o en la boca?
Sigo subiendo, uno a uno, los escalones. Abro la casa, enciendo las luces y avivo el fuego de la chimenea. Cuando las llamas están bien altas, abro el maletín y lo meto en el fuego. Lanzo también el cheque.
Me siento en la mesa de mi despacho. Cojo una cuartilla, saco mi pluma, y escribo con mi más primorosa letra un mensaje. Lo firmo, y cuando estoy doblándolo, recuerdo un detalle muy importante: añado un “Para Jane” al principio. Ahora está completa; ella entenderá. Abro el cajón con doble fondo que tiene mi mesa, y revelo el contenido oculto. Sujeto las cachas de madera de mi Magnum. Abro el tambor e introduzco seis balas. Amartillo la pistola y la meto en mi boca. ¿Debería rezar o algo así? Qué más da. Ya nada importa. Aprieto el gatillo...

BANG

Málaga, año 2000

Posted by Santo at 10:30 PM | Comments (4)

26 de Febrero del 2004

Oiga, doctor

-¿Por qué? ¿Por qué nadie quiere verme? Soy una incomprendida. No les hago nada malo, no comprendo porqué deben tratarme así. De verdad que no lo entiendo, doctor. Intento parecer lo más simpática posible; incluso me pongo guapa cuando salgo a trabajar. Paso horas maquillándome ante el espejo, mis peinados son cada vez más intrincados. He depurado mis modales, he aprendido a tratar tanto a un conde como a un ciudadano gris. Pero aún así, llego a casa de un hombre, llamo a la puerta, y en cuanto me ven se echan a correr.

Grabado de Escher
escher.jpg

-Y tampoco es que yo sea tan fea. ¿O sí? ¿Le parezco fea?

-Desde luego que no, señora. Yo la encuentro preciosa. Continúe, por favor...

-Pues eso, que no lo soy. Tengo un aspecto muy... maleable, y siempre intento ponerme a gusto de mi cliente. Si le gustan las rubias, rubia; si le gustan morenas, pelo negro como el betún. En eso no hay problema. Pero no sé qué les doy que no hay manera de complacerles. ¿Será que, pese a intentarlo, no acierto con lo que ellos desean de mí? Pero es que mi trabajo consiste en nada más que eso, qué se puede esperar de mí... Y mire que cumplo mi obligación de una forma impecable, en eso nada se me puede reprochar. Jamás he llegado tarde a una cita. Nunca me ha tenido que esperar un cliente ni un sólo minuto. Sí, desde luego, en lo mío soy la mejor. Pero si el problema sólo fuera ése, no habría ningún inconveniente. A eso ya me he acostumbrado. Si sólo fuera sobre mi relación con los clientes, no habría venido a hablar con usted.

-Relájese, señora. Sabe usted que puede contármelo con total libertad, y confiar en mi confidencialidad.

-¿Que me relaje? ¿Acaso estoy nerviosa? No, qué va. Estoy dudando de si contárselo o no... bueno, qué más da. El otro inconveniente me lleva doliendo desde hace tiempo, es como una espinita en mi alma. Y es que empiezo a hartarme de mi trabajo. Sí, ya sé que suena ridículo. Una mujer como yo, a la que siempre le ha encantado lo que hacía, ahora decide pasarse al otro lado y reconocer que lo que hace apesta. Porque empiezo a creer que si no fuera a ver a los hombres tan sólo de forma profesional, éstos empezarían a apreciarme. ¿No le parece? Sí, claro que le parece. Le he pagado para que diga que sí a todo, ¿no es verdad? ¡Ja, ja! No se enfade, doctor, quítese esa mueca. Era sólo una broma. Como decía, mi profesión comienza a disgustarme. ¿Por qué será? Quizá sea que sólo veo a mis clientes una vez, y después les olvido, y ya está. El saber que sólo les vas a ver una vez no deja tiempo para hacer amistades, ¿sabe? ¡Y que todos crean que a mí debe gustarme mi trabajo! ¿Nadie puede fijarse en que no soy de metal, que también tengo mi corazoncito? ¡Esta profesión es inhumana! Las veinticuatro horas del día esperando a que mi jefe me avise que hay un cliente. Y encima las prisas, porque claro, llegar tarde tiene más repercusiones que el enfado del cliente. ¡Y estos métodos! ¿Por qué mi jefe no se plantea suavizar un poco los métodos? Ya, ya sé que hay gente a la que le gusta mucho la violencia del momento, pero son los menos. Casi todos prefieren vivir ese instante con suavidad, con dulzura. Pero no: el maldito jefazo sigue queriendo una puntualidad inesperada, una sorprendentemente concertada visita. Desde luego, hay veces que pienso que merecería la pena dejarle y seguir por libre. Pero seguro que no conseguiría nada yo sola: únicamente lograría tener que volver con el rabo entre las piernas, pidiendo perdón. ¿Y dejar mi trabajo para siempre, pedir la jubilación anticipada? ¿Encontraría él alguien como yo para sustituirme?”
“Qué pregunta más idiota. Claro que lo haría, él también es el mejor en lo que hace. ¿Cuál es, entonces, la conclusión? ¿Que no merece la pena pelear contra mi destino? ¿Que mis deseos no cuenta para nada ni nadie? No, desde luego que no. La única moraleja soy yo, os guste o no. Por cierto, doctor, de eso también quería hablarle.

-¿Cómo? No la comprendo.

-Es bien sencillo. He aprovechado que tenía que venir para hablar un ratito con usted, pero aún así debo cumplir con mi trabajo. ¿Hay algo que quiera decir, algo que desee dejar para la posteridad? No, claro que no, a nadie se le ocurre nada bueno en el final. ¿Aún no entiende nada? Desde luego, vosotros los mortales nunca veis cuando debéis hacerlo. ¿No sabe quién soy?

-No, señora. Sólo sé su nombre, y que debíamos vernos a esta hora.

-Como siempre he llegado totalmente puntual. En fin, ponte en una postura digna. No creo que quieras que te encuentren ahí sentado, con esa cara de idiota que te ha dejado la sorpresa. Eso es, así estás mejor. Ahora cierra un momento los ojos... no te dolerá (o al menos espero que no te duela mucho).

...

-Uuf, ya está. ¿Cómo te encuentras?

-Mmh, no sé. Me siento un poco raro, viéndome a mí mismo sentado en una silla. Por cierto, creo que ya sé cuál es tu nombre. Resulta bastante evidente después de esto, ¿no crees? Tú eres...

-Desde luego que sí. Esa soy yo. Vaya, tú no has huido de mí. ¿Eres valiente?

-No, no soy valiente. Si no me hubieras pillado tan de sorpresa habría salido corriendo como una rata acorralada.

-Como todos. No te preocupes. En fin, ¿ves esa luz? Pues ya sabes, camina hacia ella.

-¿Y ahora qué? ¿El cielo? ¿El infierno?”

-Ya lo verás.

-¿Un nuevo cuerpo para mí? ¿El Tártaro, el Hades, el Jardín del Edén? O... ¿la nada?

-Lo sabrás a tu tiempo. Ahora, camina.

Viéndolo caminar, la Muerte sintió una punzada de pena. Siempre le dolía despedirse de alguien, más aún si había tenido la oportunidad de hablar con él, de conocerle un poco.

-¿Señora?- llamó el hombre mientras desaparecía.
-¿Sí, doctor?
-Le entiendo. De veras que le entiendo.
-Doctor.
-¿Sí?
-Gracias.

El médico desapareció con un suave destello. La mano de la Muerte aún se despedía, y una lágrima, solitaria, plateó su mejilla.

Málaga, a 8 de Mayo del 2000

Posted by Santo at 10:38 PM | Comments (4)

24 de Febrero del 2004

Haciendo las maletas (II)

París

Llegué a París a media mañana. Tenía reservada una habitación en un hotel de esos en los que no preguntan tu nombre en recepción. Me recibió el dueño, un hombre de raza negra que me dio las llaves de mi cuarto y una guía de ocio por dos euros.

Recorrí a pie el centro de la ciudad. Había llovido durante toda la noche y olía a asfalto mojado, a prisa y a tierra húmeda. Compré una boina negra junto al Louvre para meterme más en mi papel. Cuando cayó la tarde subí al metro para ir al Barrio Latino, donde esperaba cenar algo decente y hacer una visita exhaustiva a los bares locales.

metrosign.jpg

Yo estaba solo en el vagón, distraído viendo pasar las estaciones por la ventana, pensando en cualquier cosa. No sé en qué parada se subió ella. De pronto advertí que alguien se había sentado en el asiento de al lado. Esbocé una sonrisa y me giré un poco para poder verla. Era una chica, más o menos de mi edad, supuse. No recuerdo bien su cara: sé que era morena, sé que tenía los ojos verdes, sé que me gustó.

Bon soir, susurró y me sonrió. Bon soir, respondí. Un minuto después estábamos charlando de la noche parisina en mi precario francés. Para mi alivio continuamos la conversación en inglés. Me habló de su vida, me dijo que no era de París y que echaba de menos su pueblo tranquilo, que odiaba su trabajo y el barrio de las afueras en el que vivía. También me confesó que le daba vergüenza hablar con un extraño en un vagón de metro vacío.

Sentí en mis dedos helados un calor dulce. Había puesto su mano sobre la mía y me abrigaba el corazón con sus ojos, con su mirada clavada en los míos. "Me preguntaba si... ", empezó. Dudaba; la animé con una sonrisa, y siguió: "...no sé, ¿quieres venir conmigo a cenar? Después podemos ir a un bar que conozco, y..." dudó de nuevo. "...Y quizá a mi casa."

Clavé la vista en sus manos finas y suaves. Pensé en una caricia de esas manos. O en un beso de sus labios, ronroneando susurros de amor en mi oído. Recordé la soledad de la carretera y el cansancio de los kilómetros. Imaginé el fin del camino, un horizonte con ojos verdes en una ciudad de luz.

En ese momento una voz anunció que habíamos llegado a la parada del Barrio Latino. La miré a los ojos. Au revoire, pleased to meet you. Bajé del vagón y salí a la noche de París.

Posted by Santo at 7:50 PM | Comments (0)

22 de Febrero del 2004

Haciendo las maletas

Máscaras

La primera vez que soñé con las máscaras fue hace dos años. Desde entonces la escena se había repetido cada pocas noches en mi cabeza. Yo, solo en un pequeño círculo de luz en medio de la oscuridad, paso la mano por mi cara y noto que llevo puesta una máscara. Me la quito de un tirón; debajo de ella hay otra, también con mi cara. La arranco, y encuentro otra, y otra, y otra; caigo de rodillas, desesperado porque no puedo encontrar mi rostro, oculto detrás de un infinito número de máscaras. Entonces despierto.

mask.jpg

Hace algunas noches el sueño cambió por primera vez. Empecé a despojarme de las máscaras hasta tener a mis pies docenas de ellas. De pronto supe que sólo me quedaba una. Ansioso por ver mi cara, me la quité. Detrás de ella no había más que el vacío absoluto. Nada. Mi rostro no estaba allí.

Al día siguiente pedí la excedencia en mi trabajo; dos días después encontré un amigo al que alquilar mi piso. Hoy he llenado una mochila con lo imprescindible y cargado en el coche mi vieja guitarra.

Me siento como el protagonista de alguna tópica película americana. He dejado atrás innumerables kilómetros, y por delante me quedan muchos más que recorrer. Pongo un CD de Steppenwolf para terminar de meterme en el papel. Born to be wild o no, he captado el mensaje. A la mierda mi puto trabajo, mi casa y mi rutina, a la mierda todas mis máscaras. Quiero tener una cara que mirarme en el espejo antes de ir a dormir. Y quiero dormir sin soñar con máscaras, aunque tenga que pasarme la vida haciendo las maletas.

Posted by Santo at 9:26 PM | Comments (2)

17 de Febrero del 2004

Mascotas

Microrrelato chorra del día:

Llegó a su casa impaciente por reencontrarse con su nueva mascota. Saludó a su mujer, comió a toda prisa y se encerró en un cuarto con ella. La alimentó con mimo y jugó con ella durante una hora. Sus hijos llegaron como un torbellino y pidieron permiso para verla. Él accedió a regañadientes, no sin advertirles que debían tener mucho cuidado con ella, porque aún era pequeña y podían dañarla. Les entregó la pequeña cajita con el líquido pastoso y el microscopio.

-¿A que es bonita mi nueva bacteria? La llamaré Luna.

Desde que el cambio climático terminó con las especies animales, el precio de venta de las bacterias domésticas había subido una barbaridad.

NOTA: En época de exámenes, mi pobre cabecita no da para más. ^_^U

Posted by Santo at 11:04 PM | Comments (1)

5 de Febrero del 2004

Sueño de una noche de verano

Soñé anoche que venías a mí y me abrazabas; apretada contra mi pecho susurraste que te entregara mi corazón. Así que te alejé de mi cuerpo y me quité la piel. Al descubierto quedó la roja carne palpitando de vida. Te entregué mi piel y no la quisiste: repetías, “tu corazón, dame tu corazón”. Entonces clavé los dedos en mi pecho y separé músculo de hueso. Rasgué los tendones hasta arrancar de mí la carne, y quedó mi esqueleto blanco al sol. También te la entregué. De nuevo dijiste: “tu corazón, dame tu corazón”. Busqué entre mis costillas y con horror descubrí que donde debería haber estado mi corazón sólo había un hueco: no estaba mi pecho relleno de vísceras sino de soledad. En ese momento, un gran perro saltó hacia mí y se llevó mi calavera. Mi esqueleto, de pronto sin vida, cayó desmontado al suelo. Yo había muerto, y en ese momento te agachaste, rebuscaste entre los restos y te alzaste victoriosa con un trozo sangrante en la mano: “He aquí tu corazón, al fin es mío”. Te marchaste. Allí se quedaron mis huesos blancos, tendidos a la pálida luz para siempre.

Málaga, pesadilla del verano del 2003
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Posted by Santo at 11:34 PM | Comments (2)

2 de Febrero del 2004

Historias de mi barrio: la siesta

Justo delante de la puerta de mi bloque hay un bar.

Hay clases dentro de los típicos bares de barrio. Unos son esos que tienen una pizarra asomando en la puerta que pone: "Menú a 5 €, Sopa de puchero, Patatas con estofado, postre y café". El primer término es invariable (sopa y patatas); cambia el acompañamiento según el día. Patatas con estofado, patatas con filete, patatas con patatas. A estos van los trabajadores de la zona, y también los abuelitos a tomarse el café con churros, charlar y jugar al dominó.

Ésta es mi calle, y esa puertecita, el bar. ¿A que es entrañable?
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Hay otros bares en los que te sientas, pides la carta y te dan un papelito mal plastificado en el que sólo aparecen precios de bebidas alcohólicas y algunas tapas (siempre las mismas: "pincho tortilla", "ensaladilla rusa" y los proverbiales "caramalitos y "cocretas"). El público de estos bares suele tener la cara un poquito más colorada que los anteriores. Y la voz algo más gangosa. Y acostumbran a oler más a vino.

Hay bares que ya es que cantan la Traviatta, porque por no tener no tienen ni tapas: bien alta en la pared hay un pizarrón con una lista de las marcas de bebidas que hay y los precios del cubata. Aquí el personal está siempre sentado en butacas altas, porque de pie no se sostiene.

El bar de mi calle no tiene ni eso. Ni una mala pizarra. Nada. La clientela siempre es la misma, salvando dos o tres que se toman el café allí a las seis de la mañana antes de ir a trabajar. Estamos hablando de un bar que está abierto cuando llegas a las cinco de la mañana de juerga (y uno se plantea: ¿cerrarán muy tarde, o abrirán muy temprano?). La oferta de bebidas tampoco es muy amplia: whisky, ron, ginebra (de marcas absolutamente desconocidas, ni te molestes en preguntar), cerveza y vino. De comer, tortilla. Y si hoy hay pan, pues pan con aceite. No hay ceniceros... ¿Para qué ponerlos? Si al final todo el mundo va a tirar la colilla al suelo. Y en un rincón, tras la barra, hay una fregona gris metida en agua que una vez al día rebaja el alcohol derramado por el suelo (supongo que para disminuir el peligro de incendio: con tanto combustible el bar estaría ardiendo una semana ininterrumpidamente).

Y he aquí el quid de mi problema: estas tascas añejas con cierto regusto castizo tendrían su carisma, de no ser porque siempre me joden la siesta. Y eso no tiene perdón de Dios. Es normal que alguien que moja los churros a las siete de la mañana con whisky, acompaña las partidas de dominó con ginebra y baja el potaje de la parienta con ron, tenga ganas de cantar a las 4. Que se lo pide el cuerpo, vamos. Lo entiendo e incluso me solidarizo. Pero los condenados no se quedan dentro del bar para cantar, no: sacan mesas a la calle, forman un corro y empiezan a cantar bulerías y seguiriyas por turnos. Cuanto más se desgañita uno más le aplauden. En los días de especial inspiración alguno se me arma de valor, trepa a una mesa y taconea. El otro día uno resbaló en un cubata derramado sobre la madera y se deslomó contra el suelo.

El espectáculo más bizarro llega con la vena patriótica. Escuchar a doce hombres borrachos como cubas cantar el himno de la Legión es, de por sí, algo terrible; pero si además estás intentando descansar tras seis horas en la facultad, se convierte en un crimen de guerra.

Yo no digo que cierren el bar. Ni siquiera que dejen de cantar. Pero el deporte nacional, la siesta, hay que respetarlo. La solución: que el Estado les subvencione un local insonorizado. En peores cosas se invierte el dinero.

Posted by Santo at 7:14 PM | Comments (4)

30 de Enero del 2004

Barón de Munchausen

El Barón de Munchausen es un divertido juego para disfrutarlo con buenas cervezas y mejores amigos. Básicamente consiste en improvisar historias sobre la marcha: uno de los participantes debe proponer a otro que cuente una historia que ocurrió en determinadas circunstancias, y éste debe narrarla sin detenerse ni un momento, inventando todo lo que necesite por muy fantástico que sea. Después se verá sometido a una ronda de preguntas para descubrir lagunas o puntos flacos en la historia. Si no se mantiene en pie, la siguiente ronda de cervezas la paga él.

Sirva de ejemplo esta ronda que yo mismo, encarnando el papel del bardo Ainxo de Santú, protagonicé a requerimiento del bueno de sir Arthur Bradwailer. Juro que fue todo improvisado.

Dijo Sir Arthur:

Mis queridos amigos, en estos tiempos salvajes en los que los bárbaros vuelven a abalanzarse sobre Mesopotamia en busca de sus legendarias riquezas. En estos días nefastos en los que un pueblo sin historia se cree con derecho a regir la civilización más antigua del mundo. En estos días, decía, es un raro placer volver a encontrarse con los antiguos amigos: como el afable Ainxo, que en su modestia natural no os ha dicho que se trata del mismísimo Emperador de las tres lunas, tal y como espero que nos aclare algún día.

El barón de Munchausen, viajando a la Luna en una bala de cañón
baron-munchausen.jpg

...A lo que contestó Ainxo:

¡Salud, buenos amigos! El noble sir Arthur se ha referido a mí. Por cierto, le conozco de cuando hace años vencimos juntos en duelo al parchís extremo a la temible pareja formada por el Barón Reitschdem y su mascota, un chimpancé. Pero, por supuesto, no lo recordará, pues en el transcurso de la misma partida bebió un veneno del Barón que le hizo perder la memoria del día pasado y el siguiente: de ahí que tampoco recuerde cómo le salvé la vida. Pero en fin, de desagradecidos está el mundo lleno, dice el refrán. ¿O tal vez sí que lo recuerde, pero se guarda la historia para contárnosla a continuación?

En fin, como decía, mi viejo amigo Sir Arthur ha citado mi cargo (cuyo dudoso honor conseguí devolver debido a cierto escándalo que implicó un chancho, un libro de poesía y una baraja de mus, y que tal vez recuerde alguno de los comensales, pues se comentó mucho en todas partes) como Emperador de las Tres Lunas. Por supuesto que él, como buen amigo mío, ha exagerado sin quererlo la importancia de aquel puesto al decir de mí que lo he ocultado por modestia. Lo cierto es que no soy un hombre modesto; y si creyera que es algo de lo que vanagloriarse ya lo habría hecho. Pero en fin, Arthur me ha puesto en evidencia (me debéis una ronda, viejo), así que contaré la historia.

Resultó, hace ya siete años, que me encontraba de viaje por las hermosas tierras italianas, más concretamente por la ciudad de los canales, Venecia. Los motivos que me impulsaron a viajar aquella ciudad son tan complejos que me llevaría al menos cinco minutos contarlos; y bien sabe Dios que no es por no contarlos, pero contarlos pa ná es tontería, así que mejor los obviamos y pasamos directamente al nudo de mi narración. El caso es que, terminados los asuntos que me llevaron a aquella ciudad, y vacía mi bolsa de forma definitiva, pensé en el hombre más rico de la ciudad, miseñor Baglietti, por aquel entonces el rico propietario de los talleres de cristal de la isla de Murano. Mi intención era evidente: buscar un motivo creíble para desplumarle de forma increíble, y poder volver a mi hogar con más dinero de aquél con el que salí. Así pues, me decidí a hacerlo de la forma que mejor sé: en duelo. Para ello me coloqué bajo el balcón de su hija pequeña, una hermosa flor de dieciséis años, y la comencé a cortejar cantándole lindas canciones de amor por las noches. Lo cierto es que se me resistió: nada menos que diez minutos tardó la jovencita en caer en mis brazos. Convenientemente hice más ruido del debido en la subida, para que me escuchara toda su familia, puesto que yo quería ser sorprendido antes de mancillar la honra de la señorita, más que nada para no hacerle la puñeta. Por desgracia el padre resultó ser sordo de una oreja, con lo que además de subir haciendo ruido tuve que hacerle el amor con pasión a su hija varias veces (una pena), hasta que al fin el atronador ruido de las patas golpeando contra el suelo y del cabecero chocando contra la pared consiguió despertarle.

Conseguí lo que pretendía: escuché pasos en el pasillo, mi joven amante me ordenó, aterrorizada, que me marchara; pero yo aguanté estoicamente diciéndole que la quería y que me enfrentaría con quien hiciera falta. Así que me puse los pantalones, y nada más cruzar su indignado padre la puerta le crucé el rostro con mi guante y le desafié en duelo por la mano de su hija.
Mi intención era evidente: a la mano de su hija iría unida la dote. Ya vería yo qué hacer con la moza una vez cobrada la cuantiosa cantidad. El padre aguantó el tirón, se frotó la cara y me miró de arriba a abajo. "Muy bien", dijo. "Como desafiado, tengo derecho a elegir el tipo de duelo. ¡Tendremos un duelo de soplado de cristales!"

Mi rostro de sorpresa fue monumental. "¡Esto no puede ser!", declaré. "¡Tal duelo es antirreglamentario!". Consultamos al nacer el día con un juez, que aclaró, para mi pesar, que como desafiado el señor Baglietti tenía total derecho a elegir el tipo de desafío. Y no sólo eso: según la nueva legislación veneciana, también a elegir castigo para mí, en caso de perder el duelo, por mangonear a su hija.

Evidentemente, yo nada podía hacer en semejante desafío contra el dueño de las fábricas de cristal de Murano, que él mismo había fundado y llevado a su actual estatus. Con sus manos y la fuerza de sus pulmones fabricó un hermoso dragón de cristal; yo apenas pude soplar algo que parecía tener forma de botella de ron.

Y Baglietti eligió castigo, vaya que sí. Ante toda la población veneciana me llevó a la principal de sus tiendas de cristales. A la izquierda y derecha de su puerta se abrían tres hermosos escaparates que dejaban ver las hermosas mercancías que en su interior había a la venta. Allí, me coronó con una mitra de papel como "Emperador de las Tres Lunas": las tres lunas de cristal de la tienda. A mi cargo estaba su responsabilidad: limpiarlas y cuidar de que nadie las rompiera para robar en su interior. "Eso sí", agregó para el regocijo general, "¡sois la máxima autoridad en vuestras Tres Lunas, mi señor emperador!"

Pocos días después, como dije, pude librarme de semejante afrenta; y aún planeo mi venganza contra Baglietti. Ésta es, pues, la historia por la que me preguntó sir Arthur. Ya me dirán qué opinan de ella.

Málaga 2003

Posted by Santo at 11:24 AM | Comments (4)

24 de Enero del 2004

Ego te absolvo

Silencio.

Aire viciado, olor a quemado, luz rancia. Una iglesia. Un rincón, la caja de madera semiescondida de un confesionario. El lúgubre temblor del pábilo inflamado de las velas. La gruesa rejilla que separa el perdón del pecado. El Cristo, cuya implacable mirada cae desde lo alto. El infierno reflejado en tapices.

Silencio que queda roto por unos sollozos.

-¡Padre, padre, por Dios que necesito ayuda! ¡Acabo...! ¡Dios mío, Dios mío! – balbuceaba entre lágrimas un hombre delgado, roto sobre el duro banco del confesionario. - ¡Padre por Dios diga algo...!

Silencio.

Podía ver la figura del sacerdote recostada tras la rejilla, dentro de la oscuridad insondable del confesionario. La pequeña ventanita de la rejilla estaba cerrada y no permitía ver el rostro del párroco. Pero podía oír su respiración calmada, lenta y grave. Sabía que le estaba escuchando. Así que empezó a hablar.
-Padre, yo no soy un asesino, yo soy un buen hombre, se lo juro por Dios, padre, de verdad. – besó una cruz que llevaba al cuello, miró al Crucificado en la pared. Los mismos ojos vacíos, crueles e inmisericordes. Se estremeció y continuó hablando.
-Le juro por lo más sagrado que yo no quería. Mire mis manos, no son las manos de un criminal, son las de un pobre trabajador, un hombre pobre que tiene que trabajar de sol a sol para llevar de comer a su casa, para que su mujer coma. Mírelas, padre, ¡mírelas!- gritaba, sacudiéndolas ante la rejilla. Gruesos dedos, manchados de sangre.

Sangre.

Todo él estaba cubierto de sangre. La camisa, acartonada y seca; los pantalones; los brazos; las manos; los zapatos; incluso el pelo. Bañado. Sangre... Miró el sagrario. Allí también había sangre. En una copa. Siempre llena, rebosante. Y el Cristo. Él también tenía sangre. Caía por su frente, por sus manos, por sus pies, por su costado, por todas partes, sangre, sangre por todas partes.

-No, yo no quería... Y no había bebido, padre, ¡le juro que no había bebido nada! Estoy sobrio, estoy seco, ¡yo no soy un borracho! Sólo una copa, padre, no más. Después del trabajo... ¡Una copa sólo, una copa no le hace mal a nadie!

Una copa. En el sagrario había una copa. Una muy bonita. Dorada, grande. Pero no contenía vino, no. Estaba llena de sangre. Sangre...
-Tomé sólo una, por Dios que sí, sólo una. Me levanté y me fui a mi casa... Una vieja me increpó por la calle, ¡hueles a vino! dijo, ¡maldito sea el alcohol que te pierde! gritó, vieja puta, no sabe lo que se dice, ¡yo no soy un borracho!

Levantó la frente y repasó la iglesia con la vista. Le había parecido sentir algo extraño. La luz era de colores fúnebres. El tambaleo de las velas se reflejaba en las cristaleras. Azul, morado, negro, rojo, rojo sangre, ¿sangre? No es sangre, es vino. Lo que hay en la copa es vino, recuerda, no es sangre, sólo vino. La luz tiembla... tiene colores oscuros, sí, fúnebres, huele a muerto aquí, debe de ser el incienso, ¿dónde está el maldito incienso? Los ojos extraviados por la sala, esquivando bancos y cruces y cuadros, no encuentran la fuente del hipnótico olor, del suave humo. Un rayo de luna se atreve a cruzar una ventana. La respiración. El sacerdote inspira y espira en un pausado compás. Inalterable. Como el eco del reloj. Como el recuerdo del grave tañido de las campanas. ¿Qué escucha? Si supiera interpretar el sonido, sabría que están tocando a muerto.

-Me fui a mi casa como todos los días, padre, a comer, ¿o es que no tiene derecho un pobre hombre al pan después del trabajo? Subí a mi casa, sí, casi me caigo por las escaleras. ¡Maldito gato del vecino! Yo iba sobrio, padre, pero se me cruzó entre las piernas, por Dios que casi me mato, ¡podían tenerlo en casa! –rugió enfurecido. Y de repente rompió a llorar. -¡Ojalá me hubiera matado, padre, rodado escaleras abajo, se me hubiera abierto la cabeza, ojalá estuviera yo frío y no hubiera cruzado la puerta de mi casa!

Como un niño, roto por el llanto, doblado sobre sí mismo. Lágrimas amargas que refrescaban sus mejillas. Calor, hace calor aquí. Todo cerrado, las velas, hace calor. Deja de llorar, gotas de sudor frío ruedan por su frente y su cara. Un escalofrío azul eléctrico en la columna. Las manos se crispan y abre la boca.

-Padre, diga algo. Por Dios bendito, padre, diga algo – balbucea, se atropella el hombre. El silencio. Opresivo. Ominoso. Un rayo de luna se escapa furtivo. El aire es tan pesado que le carga los hombros.

¿Qué había en el sagrario? La sangre, el vino. Y el cuerpo. El cuerpo de Cristo, ¡te está mirando, desde la cruz! Él también fue víctima. ¿Hay un cadáver ahí en el sagrario? No. Nadie muerto. Sólo pan. Nadie, nadie, sólo pan, sólo vino, ¡pero Él murió, Él también! Huye de su mirada, tiembla bajo ella, se espanta, se retuerce el hombre. Le recuerda a la otra víctima, el otro cuerpo, la otra sangre. Ésos no eran pan y vino. ¿O sí lo eran? ¿Podían serlo? ¿Sólo una repetición del antiguo drama? ¡No! ¡La mirada, la mirada! ¡Pan y vino! ¡Pero Él ahí arriba no es ya víctima sino juez! ¡Condena, condena, espinas y cruz y sangre para el hombre!

Malditos ventanales. Un rayo de luna atravesaba la cristalera proyectando sobre él una sombra, la de la cruz. Cerró los ojos con fuerza, apretando los puños contra su cara. ¡No, no! Separó las manos del rostro y la vio en un rincón. Se acercó muy despacio, temblando de terror.

vidriera.jpg

-¡No...! ¡Tú no puedes estar aquí...! ¡Tú estás...! – alargó los dedos para tocarla y fue como si ella explotara, todo se hizo añicos y sangre. - ¡No, no! ¡Esta vez no la he tocado! ¡No la he roto yo! – la mujer estallaba en pedazos una y otra vez, manchándolo de sangre, y escuchaba el llanto, sentía el dolor, el miedo, la iglesia giraba alrededor suya, todo el mundo giraba y le miraba y le acusaba y entonces los dedos la tocaron y era sólo una estatua de la Virgen, y seguía ahí y no se había roto. Se relajó un poco. Sólo lo suficiente para que su corazón no estallara. Volvió al confesionario y siguió hablando.

-Padre, crucé la puerta de mi casa sin malas intenciones, se lo juro. Yo no soy un hombre violento, padre, soy incapaz de hacerle daño a una mosca. Pero estaba muy enfadado por lo del gato, casi me abro la cabeza, y ella estaba allí tan sonriente... – miró de nuevo la estatuilla de la Virgen. Tenía las manos alzadas, como dispuesta a dar un abrazo, y una sonrisa beatífica en la cara. Como la de ella. - ...Tan sonriente, no sé qué pasaba, mis hijos no estaban allí. ¿Los niños dónde están?, se han ido, ¿A dónde?, eso nunca lo sabrás, me dijo. Nunca más podrás hacerles daño dijo, la muy estúpida. Yo no sé de qué estaba hablando, nunca le he tocado un pelo a mis hijos, padre. Tengo dos hijos preciosos, uno de año y medio y otro con seis meses, padre, lindos y rollizos como ese niño Jesús. – señaló un retablo, lo miró, sí que se parecía a sus hijos.

El retablo era muy hermoso. En la primera imagen padre y madre llegan al establo. En la segunda vienen los magos. En la tercera... En la tercera los niños son pasados a cuchillo. Más sangre. ¿Por qué toda la iglesia está tinta de sangre? Se levanta otra vez y toca la pintura. ¿Hay muertos por todas partes? ¡Yo soy un muerto! ¡Yo estoy muerto, sí, y esto no es cierto, sí, así es!, ríe y delira, cae de rodillas llorando, se arrastra hasta el confesionario y sigue hablando:

-Padre, para mí no puede haber perdón, me estoy volviendo loco. La veo por todas partes, padre, y también veo sangre por todos lados, incluso aquí, usted debe tener también las manos manchadas de sangre. ¿Me ayudará, padre? Prométame que va a ayudarme, ¡hágalo, es su deber! – grita, agarra las esquinas del confesionario y lo sacude - ¡Le he dicho que lo haga! – se tranquiliza, abre las manos – Lo siento, padre, yo no soy así, de verdad.

Mira el techo de la iglesia, donde hay pintadas escenas del Paraíso. Muy alto, piensa, está demasiado lejos, y están tan cerca el suelo y el infierno. ¿Todos están tan cerca del suelo como yo, o soy el único que está más abajo que los demás? ¡Demasiado cerca del fuego! ¡Demasiado del dolor! ¡Demasiado! Se abraza a sus piernas, tiembla el hombre.

-Padre, tengo miedo. No sé de qué, esto es sólo una iglesia, pero tengo miedo. No debería. Los hombres buenos no tienen por qué tener miedo, ¿verdad? Yo soy un buen hombre. Yo nunca... – murmura y se detiene. – Me dijo que se había llevado a mis hijos. ¿Cómo pudo hacerme eso? A mí, que les llevaba de comer, que tanto les amaba, padre, ¿cómo pudo? ¡Y me dijo que ella también se marchaba! Que nunca más volvería a verla. Nunca más, que era un borracho, ¡yo, un borracho!, que estaba harta de aguantarme y que no volvería a recibir más golpes ni de mí ni de nadie. ¡Golpes! ¡Yo no le he pegado nunca, padre! Que había tardado en decidirlo porque me tenía miedo, ¡miedo!, ¿miedo de qué?, pero había tomado valor, que me iba a denunciar por maltrato, ¡denunciarme a mí, su marido, que tanto la quiero, padre, a mí! ¡Que me odiaba, me dijo! ¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo? ¿Cómo se atrevió? – brama, se levanta, tumba un banco de una patada. - ¡Pero se atrevió! ¡Desagradecida! ¡Yo, que tanto he hecho por ella! – grita enfurecido, da un puñetazo en la pared. Se detiene. Escucha el eco de sus golpes. Arrepentido, se relaja y sigue hablando.- No podía dejarla ir... la abracé, me eché a llorar, le dije cuánto la quería, cuánto la quiero. Le pedí que se quedara conmigo, que no podría vivir sin ella. Le prometí que no volvería a hacerlo. Yo... padre no me hizo caso. Estaba empeñada, padre. Se soltó de mi, me pidió que la dejara, dijo que ya era demasiado tarde. Me lancé a sus pies y gritó que ya no había otra salida. Me levanté y la miré, llorando, no podía, no podía dejarla ir, no podía vivir sin ella. Pero me ignoró, ¡desalmada!, me dio la espalda para marcharse. ¡Maldita mil veces! ¡Maldita!- el eco volvió a sus oídos y ya no sabía si su propia maldición no le estaría alcanzando a él.

Estaba furioso. Agarró la rejilla con fuerza, masculló entre dientes:

- Y yo no podía dejarla ir. ¡No podía!. Me dio la espalda, grité, la golpeé en la cabeza y ella cayó al suelo desmadejada, sangrando. ¡Sangre!. ¡Sangre por todas partes! Le lancé todo lo que caía en mis manos, le di mil patadas, estaba hecha un ovillo, no dejaba de gritar y llorar y sangrar. ¡No podía dejarla, no podía, era mía! ¡Era mía!-, se levanta, brama, se aprieta contra la rejilla del confesionario. No sé en qué momento ni de donde cogí el cuchillo. Pero lo tenía en las manos. Y yo... – se derrumba. Solloza, balbucea -, - la hice jirones, padre, la destrocé como si fuera una muñeca, añicos, sangre, ¡había sangre por todas partes!. ¡Yo no quería, padre, yo la quería demasiado para dejarla ir!, ¡Yo soy un hombre bueno, se lo juro por Dios!. Yo estaba bañado en sangre hasta los codos y las rodillas, y ella no era nada, ¡muerta!, ¡la maté pero yo no quería!, ¡la maté porque la quería!-, llora.

Pasan unos minutos de lágrimas. El hombre se repone, se sienta en el banco del confesionario.

– Eso es todo, padre yo no quería, de verdad. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, lo primero que hice fue buscar una iglesia. Necesitaba perdón, yo soy un hombre bueno que ha cometido un error y usted... ¡Usted tiene que perdonarme! ¡Dios perdona!- Se levanta, pone las manos sobre la rejilla. -¡No ha hablado usted en todo este tiempo, padre, diga algo, por Dios! ¡Perdóneme! ¡Deme su absolución! ¡Usted tiene que hacerlo!-, se sienta, agarra la rejilla, sacude el confesionario. –¡Hágalo, padre, le he dicho que me perdone!-, grita, la cara contraida con una mueca de ira.–¡Perdóneme!.-

Escucha algo. Abre las manos y retrocede un poco, sentándose en el banco expectante.

Con un débil crujido, la pequeña ventanita de la rejilla se abre. Un brillo metálico, una mano fuerte apretada en torno a unas cachas metálicas. Un cañón de nueve milímetros. Por la ventana asoma. El hombre pierde el habla.

-Padre .....
-Ego te absolvo.

BANG

Posted by Santo at 1:34 AM | Comments (2)

18 de Enero del 2004

I´ve still got the blues

Used to be so easy
to give my heart away

Me acodo en el rincón más oscuro. La sombra me besa y me acaricia. Desde allí puedo mirar sin ser visto. En el otro extremo del bar dos manos acarician con lujuria una guitarra, casi una mujer de madera que se estremece en sus brazos. Las cuerdas lloran las notas de una vieja canción. La voz de humo me corona con las espinas de cada verso.

But I found that the haeartache
was the price you have to pay

La gente del bar no tiene nombre ni rostro ni cuerpo. Son sólo formas negras que me dan la espalda, ríen y charlan inconscientes de que en una esquina, encogido, me estoy muriendo. Bebo un trago de ron y aspiro una serpiente de humo.

I found that that love is no friend of mine
I should have know'n time after time

Miro más allá de mí: ninguna luz entre el neón me señala el norte. Creo que es hora de quemar las naves y huir hacia adelante. A otro lugar. A cualquier lugar. Solo y anónimo salgo de mi sombra y cruzo la puerta de la calle. Dejo atrás el rincón, el bar, el pasado. En ellos alguien canta los últimos versos de mi tristeza.

So long
it was so long ago
But I've still got the blues for you

I´ve still got the blues, Gary Moore

Posted by Santo at 1:39 PM | Comments (5)

15 de Enero del 2004

Sobre héroes y canallas

Las manos, tenía las manos grandes y oscuras, como forjadas en ébano férreo, y los dedos largos acostumbrados a apretarse al mango de una navaja. Eran unas manos de gitano que tenían la vaga creencia (tal vez cierta, quién sabe) de ser hijas de reyes, y de haber muerto innumerables veces peleando a cuchillo en algún callejón oscuro. Su dueño era un hombre de anchas espaldas y pecho orgulloso, de brazos fuertes y piernas ligeras. Apenas hablaba, y cuando lo hacía medía las palabras una a una, cuidando que dijeran únicamente lo que él quería decir, y no más. Tenía el cabello negro, como negros son los rincones de la noche. Su rostro ajado y moreno era un campo arado por las cicatrices del tiempo. Un ceño poblado, oscuro y casi siempre fruncido remarcaba dos ojos fieros, hieráticos, terribles desde su clavada atalaya. Decían que su mirada podía callar el aullido de un lobo.

Alguna vez trabajó, cuando hubo trabajo; cuando fue joven era lo que se llamaría un hombre honrado. Pero lo mandaron a una guerra que no entendía, con promesas de gloria y riquezas; le mataron de hambre y de sed y de rabia y de impotencia, y cuando regresó tenía las manos aún más vacías que antes, si acaso algo más llenas de muerte que antes de marchar. Y ya no había trabajo, ni pan, ni nada más real a que aferrarse que el hambre y la hoja afilada de un cuchillo. No le quedó un hogar al que volver. Le habían echado a los caminos, y nunca más durmió dos veces en el mismo sitio. Vivía de lo que robaba, y jamás se le capturó, excepto una vez en que le apresaron tres guardias, y a los tres los degolló antes de que le pusieran tras unas rejas.

navaja.jpg

Era astuto, e inteligente, aunque no sabía leer ni escribir. Olía el peligro a distancia, sabía dónde había que estar en cada momento. No entendía otra filosofía que la que defendiera el cuchillo. El brillo metálico decía cuanto podía decirse de un hombre. Si era bravo, que lo demostrara luchando; si su linaje antiguo, que se encomendara a él antes de pelear; si su sangre más roja, así se vería cuando goteara contra el suelo. Nunca perdonó que trataran de quitarle las pocas cosas que le quedaban: su honra y su orgullo.

Muy pocas veces, tomaba alguna guitarra que encontrara o que alguien le prestara, templaba las cuerdas y dejaba que oyeran su llanto los escasos amigos que viajaban con él. Entonces se escuchaba su voz, profunda como lo es el eco del mar en las montañas, desgajada en jirones de lágrimas por la pena; y cantaba a cuanto tuvo y perdió, a la guerra, a los que vio morir en ella, a la muerte que un día vendría a buscarle. Las coplas que sabía eran viejas y sabidas por todos, y no podía decirse que tocara muy bien la guitarra; pero nadie podía reprimir una lágrima oyéndole cantar. Porque grande era su pena, y no hay canto igual que el de unas manos gitanas desgranando su dolor al viento.

No era amigo de mujeres. Las veía demasiado frágiles al lado de un hombre, casi inútiles; apenas como un juguete que cuidar como de porcelana. No cantaba sobre un amor que tuvo, que ése era su mayor secreto; pero gustaba del vino, y alguna vez, estando muy borracho, algo contó a los amigos. Entendían que debía haber amado mucho a una mujer, con fiereza, como sólo un alma gitana sabe hacerlo; que marchó a la guerra con un juramento de eterna espera, y a su vuelta no quedaban de su casa ni las cenizas. Balbuceaba a veces, entre lágrimas de alcohol, que si se echó a los caminos fue por buscarla a ella, y si robó y mató fue por reunirse con ella en el Infierno.

Los amigos eran cuatro. Los fue encontrando uno a uno en su caminar; a todos salvó de morir o de la justicia, y le tomaron como jefe, siguiendo sus órdenes sin dudarlo. Él se sentaba a veces en la calle, o en un sitio con gente, y los dejaba hacer; ellos buscaban algún incauto y le provocaban a pelear para entrenar un poco los puños. Si perdían, les dejaba recibir y después los arrastraba a donde pudieran curarse; porque quien empieza una pelea debe terminarla sin flaquear. Si ganaban, rápido se levantaba y con voz fuerte les decía que pararan, porque no se debe matar sin razón. Nunca perdonó una cobardía; uno hubo que huyó dejándolos en la estacada, y después que salieron del asunto lo buscaron para que rindiera cuentas.

Su único deseo era sobrevivir. A su modo, tenía el corazón grande y noble. Nunca robó a un pobre, ni mató sin motivo, menos cuando se enfrentaba a la justicia; que la justicia que le había convertido en lo que era no merecía vivir. Peleó muchas veces y no mató a tantos, porque nunca acuchillaba a quien le pedía misericordia. Bajaba el cuchillo y miraba con desprecio al hombre, pues para él mejor era morir peleando que pedir piedad. Después le decía secamente, “vete”, y se marchaba sin mirar atrás. Una vez peleó con un marino grande que, pasando por su lado en la calle, le dijo: “aparta, gitano ladrón”; lo tomó del pecho y lo arrastró a un callejón, donde intercambiaron golpes en silencio. Uno sólo de los puños del marino se estrelló contra su cara; él después le rompió el pecho a patadas y le abrió una profunda herida a cuchillo. Iba a matarlo cuando el otro le susurró que le perdonara la vida. Guardó la faca y dio media vuelta, dejándolo tumbado en un charco de sangre. Escuchó el abrirse de una navaja, y apenas tuvo tiempo de darse la vuelta cuando el otro, levantándose entre terribles dolores, le sajó el cuello con su arma. Llegaron entonces los amigos, mataron al hombre y le llevaron rápido a casa de un médico, al que obligaron a curarle; el filo se había quedado apenas a un centímetro del gañote. Le cosió la herida y lo tuvo un tiempo escondido en su casa. Sanó casi milagrosamente, y volvió a la calle con los amigos con la misma fuerza que siempre y una terrible cicatriz, ancha como dos dedos, cruzándole el cuello.

Contar su vida sería imposible, no cabría en un libro de infinitas páginas. Tantos actos magníficos, tantas bajezas, tantas cosas hicieron esas manos; tanta pena, tanto sufrimiento y esperanza perdida; tanto tiempo, tanta sangre, tanta herida; en toda una vida no habría tiempo de decir cuánto vivieron sus manos. Fue un héroe a su manera, un héroe convertido en lobo por un oscuro designio, como otros tantos de los que se cuentan hoy historias. Un héroe anónimo y terriblemente trágico, como tantos otros de su tiempo. Un Ulises más patético aún, buscando sus perdidas Ítaca y Penélope. Él era a veces consciente de lo especial de su vida, de lo profundamente trágico que era el destino que estaba trazando; tal vez por eso no se sorprendió cuando una noche oscura se encontró con él, cuando llegó de la ciudad al escondite en el monte, y estaban los amigos allí esperándole; y en sus miradas había algo de odio, y de pena, y de ambición y flaqueza; y sólo mirándolos supo lo que ocurriría. Brillaron las navajas al salir a la luz de la hoguera. Él pensó que era el duelo más importante de su vida, contra los cuatro hombres más valientes que había encontrado jamás. Pelearon los cinco en silencio, y los amigos lo mataron a cuchilladas entre las sombras vacilantes del fuego. Él pudo matar a dos antes de caer, y pensó mientras le fallaban las rodillas, desangrado, que al menos pudo tener la muerte valiente que siempre deseó. Cayó destrozado por las navajas, y mientras miraba fijamente los ojos nublados de los dos amigos vivos, les dijo (para entender el eco de estas palabras hay que oírlas): “Pronto querréis haber muerto como estos dos”.

Dicen que los hombres moribundos tienen el poder de la clarividencia. En sus últimas palabras demostró sabiduría. Porque los dos que quedaron en pie soltaron las navajas, miraron unos segundos en silencio a los tres amigos muertos, y gritaron a los árboles silenciosos: “Ya habéis visto. Están muertos. Ahora, queremos nuestro pago”. “Aquí lo tenéis”, respondió una voz grave y dura. Siete rifles crueles escupieron siete balas, que horadaron la carne de los dos amigos; aguantaron unos segundos de pie, sorprendidos, escupiendo sangre, y cayeron. Después, un hombre con negro tricornio y poblado bigote salió de las sombras, y sacó una bolsita del bolsillo. “Tomad”, les gritó a los cadáveres mientras la tiraba hacia ellos. “Vuestras treinta monedas”. Después desapareció para siempre. Así se repite una vez más la historia, se cumple el eterno ciclo que ensalza al que muere por la sangre, por un ideal que nadie entiende (sobrevivir, la Humanidad, el honor, la nación), y entra en la historia. Así lo cumplieron otros: César, Leónidas, Jesucristo. Así lo cumplió este hombre.

Málaga, abril del 2002

Posted by Santo at 10:52 PM | Comments (1)

13 de Enero del 2004

Hambre

El insomnio llegó con la pubertad. Al principio tan sólo eran dificultades para conciliar el sueño, extrañas pesadillas, súbitos despertares. Sus horas de reposo fueron disminuyendo hasta que, cumplidos los veinte años, dejó de dormir.

Unos años después se casó. Para sorpresa de los médicos, que se habían rendido ante la ineficacia de los fármacos, su problema mejoró: pudo dormir un par de horas cada noche. Sin embargo, su mujer también empezó a sufrir de insomnio.

Al poco tiempo tuvieron un hijo, que pasaba todas las noche llorando; él, por primera vez en años, dormía tan profundamente que nada podía despertarlo. De día, cuando él marchaba a trabajar, el niño se dormía en los brazos de su madre, que también caía rendida por el cansancio.

El grito, de Edvard Munch
grito.jpg


Cada día que pasaba su enfermedad remitía más y más, hasta que en una ocasión ni siquiera el despertador lo sacó de su sueño. Cuando abrió los ojos, cuarenta y ocho horas después, su mujer y su hijo estaban muertos. Dos esqueletos recubiertos de tirante piel amarilla. Lloró su muerte, los enterró y siguió viviendo solo; pero ya no pudo dormir nunca más.

Unos meses después murió de inanición. Su hambre había consumido a su familia, y cuando estos hubieron muerto le devoró a él. Cáscaras vacías, marchitas como el esqueleto de un insecto, incapaces de dormir. Aquel hombre comía sueños.

Posted by Santo at 4:53 PM | Comments (3)

10 de Enero del 2004

El cuento del alcalde fantasma

Tenían hambre, y la gente hambrienta acostumbra a volverse valiente. Así que tomaron los bastones y las hondas, las horcas y las guadañas y se juntaron todos, hombres y mujeres, en la puerta del ayuntamiento. Llamaron a voces al alcalde: tirano, ladrón, pecador, cacique, y el hombre, que en verdad era todo esto y mucho más, se sintió aludido y salió al balcón. Allí los rebeldes le comunicaron el plan: o cogía a su familia y se iba del pueblo antes del anochecer, o entraban a la carga y arramblaban con todo. En un principio el alcalde pensó en ordenar a los guardias que abrieran fuego; después se dio cuenta de que los guardias estaban en primera fila y eran los que más gritaban, así que dejó correr el asunto, hizo las maletas y huyó como alma que lleva el diablo.

El pueblo, satisfecho de su revolución, entró en la sala del cabildo, donde se reunían el alcade y los concejales desde siempre para ejercer su gobierno. El líder improvisado que los había enardecido contra el alcalde, un jovencito que estudiaba en la ciudad, avanzó un paso y los arengó:

-¡Compañeros! – estaba leyendo por aquel entonces un libro de Carlos Marx, y le gustaba demostrar lo mucho que sabía -. ¡Acabamos de liberarnos del yugo opresor de la burguesía! ¡Viva la revolución!

El “viva” que siguió no fue demasiado enérgico. La gente se miraba las manos, y luego miraba el mullido sillón del alcalde y volvía a mirarse las manos. Al fin el Martínez, el de la tienda, se atrevió a gruñir:

-Vale, todo esto ha´stao mu bien... El alcalde s´ha marchao ya, nos hemos quitado el yugo ése. ¿Pero ahora qué?

-Pues ahora... – dudó un poco. Estaba leyendo a Marx, pero no había pasado del primer capítulo -. Ahora es el pueblo el que manda.

-¿Y eso qué quiere decir?

-Que al alcalde nuevo lo elegimos nosotros – improvisó.

Y así empezó todo. Discutieron durante todo el día, y siguieron discutiendo al día siguiente, pero no consiguieron ponerse de acuerdo. Unos decían que el alcalde tenía que ser el médico, que para eso tenía carrera; otros contestaban, y con razón, que el médico era un avaricioso que se aprovechaba de la enfermedad ajena para enriquecerse. Entonces algunos afirmaban que debía ser el boticario, pero de éste decían que era un vago; del maestro, que era un infeliz con siete hijos y no tendría tiempo; y así con todos. El cura, que esperaba en una esquina de la sala la decisión del pueblo, se relamía de verse como alcalde; y era ya cosa segura, pensó, pues no quedaba nadie más en el pueblo que pudiera encargarse del cargo. Cuando ya estaba abriendo la boca para ofrecerse, se le adelantó un hombretón, el más analfabeto de todos los cabreros del pueblo.

-Miren ustedes, compadres, yo me parece que no hay uno entre nosotros que sea lo bastante güeno p´alcalde. Porque aquí el que no es tacaño es un manirroto y el que no tiene una familia que atender es porque el trabajo no l´ha dejao tiempo de buscarse mujer. Y asín nos va a pasar en tos laos que busquemos, que nadie es perfecto. Y digo yo que ningún vivo sirve pa mandar con justicia, que tós somos unos pecadores, y lo mejor es curarse en salú y dejar de buscar entre los vivos.

-¿Qué sugieres entonces, hijo mío? – preguntó el cura con voz melosa.

-Pos si no hay vivo que valga pa mandar, cogemos a un muerto y aquí paz y después gloria.

La lógica del cabrero era aplastante. A todos les pareció una idea magnífica, menos al cura, que se marchó de allí gritando que aquello era una blasfemia terrible. Mandaron llamar a la vieja curandera, que decía que hablaba con los espíritus; y después votaron para elegir al fantasma que sería el nuevo alcalde. El maestro les habló de los antiguos griegos y pronto todo el pueblo quedó convencido. De todos los sabios y héroes griegos el elegido fue el más ingenioso, el más astuto, el más versado en gentes y viajes: Ulises.

Mientras, el cura hacía las maletas a toda prisa. No quería permanecer ni un instante en aquel pueblo de iniquidad, en esa nueva Gomorra que se atrevía a contravenir las leyes de Dios. Se subió a su burra y viajó hasta la ciudad en busca de refuerzos.

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-Desvíense las aguas del Indalecio, cuyos campos están anegados, hasta la huerta reseca del Eugenio. A cambio el Eugenio le dará diez arrobas de tomates. Con ello quedarán en paz.

Los concejales, tomados de las manos y a la temblorosa luz de una docena de velas, asistían a la reunión diaria de gobierno del ayuntamiento. La vieja curandera estaba en trance místico, con los ojos vueltos del revés y hablando con una voz cavernosa y masculinamente profunda que no era la suya.

-Alcalde, los del pueblo d´al lao han puesto una verja en la cañada, y el Matías tiene que dar una vuelta tremenda pa meter las cabras en el corral.

-Constrúyase un caballo de madera hueco...

-No empiece otra vez con lo del caballo, alcalde, que los del pueblo d´al lao se las saben toas, y no van a picar...

En ese momento se abrió la puerta con estrépito y entró una patrulla de la Guardia Civil, seguidos por el cura, más sonriente que nunca.

-¡Quieto todo el mundo! Tenemos noticia de la revuelta y del engaño que este pueblo ha...

-¿Pero qué engaño, sargento? ¡Acaba usted de despertar a la curandera! Ahora vamos a tardar otra media hora en invocar al alcalde...

Las quejas del pueblo aturrullaron a la patrulla. Uno de los concejales entonces les explicó toda la historia y les sugirió que les permitiera retomar la sesión de gobierno, y así podría asistir y averiguar la verdad. El sargento aceptó; la curandera suspiró, contrariada, y ordenó que todos se tomaran de las manos y se concentraran.

*

-...Y yo, Ulises, rey de Ítaca y alcalde de este pueblo, firmo y promulgo todas estas disposiciones para la buena marcha de la villa.

Con estas palabras y unas breves convulsiones de la curandera, la sesión finalizó. Uno de los hombres se levantó de la mesa.

-Mire usté, sargento, se lo voy a decir clarito. El fantasma éste hablará mu raro, será mu pesao con lo del caballo, echará una hora cada día en contarnos sus dichosos viajecitos, pero el caso es que es honrao como ninguno lo ha sío, y en una semana ha conseguío más que otros en toa su vida.

-¡Pe-pero esto es una locura! ¡Su alcalde es un fantasma!

-Pos déjenos con nuestra locura y váyase con viento fresco, y tós tan amigos.

El sargento se echó a reír y aceptó la sugerencia. La patrulla tomó el camino de vuelta, y el cura se encerró para siempre en la sacristía a rumiar su derrota.

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8 de Enero del 2004

Historias de mi barrio

Luz de guitarras

La noticia le llegó cuando estaba, como siempre, borracho en el taller. Cuatro palabras certeras, disparadas por no recordaba quién: "Tu hijo ha muerto".

Después llegaron las explicaciones: un accidente de tráfico, volviendo de Madrid; y un aviso: no vayas al funeral.

Él fabricaba guitarras, como lo había hecho su padre. Por las mañanas trabajaba en el taller sin un minuto de descanso; por las tardes solían visitarle viejos clientes y amigos para tocar con él en la trastienda. Por la entreabierta puerta desvencijada salían acordes, palmas y cantos alegres. El niño estaba siempre con él desde que nació. Aprendió a tocar desde muy pequeño, y su padre le prometió que, cuando fuera mayor, haría para él la mejor guitarra que pudiera soñar.

Unos años después murió su mujer. El viejo luthier se hundió en la tristeza y empezó a beber. Ya no bajaba al taller sino para abrir una botella más. Las discusiones y los gritos eran cada vez peores. Un lunes de Enero su hijo le reprochó en qué se había convertido y él, furioso y avergonzado, lo echó de casa.

Pasaron muchos años sin verse. Alguna vez cruzaron por teléfono algunas palabras frías. Supo por su otro hijo que se había casado, que tocaba la guitarra en nosedónde, que había tenido hijos. Le daba igual, ahogado como estaba en licor.

El día que supo de la muerte de su hijo no lloró. Se levantó, amargamente sobrio; encendió el fuego que servía para moldear la madera y empezó a trabajar. Había recordado aquella vieja promesa. Tras un día y una noche sin descanso tuvo en sus manos la guitarra más hermosa que manos humanas hayan construido jamás. Sin esperar ni un instante subió a un taxi en dirección al cementerio.

Llegó cuando la misa por su hijo ya terminaba. Todos los ojos se volvieron hacia él, cansado, ojeroso, cubierto de hollín y oliendo a madera, licor y barniz. Alguien se disponía a levantarse para echar al viejo borracho cuando tomó la guitarra entre sus brazos y empezó a tocar.

Cada nota, cada acorde era tristeza, llanto y dolor; la canción era la lluvia besando la tierra y el viento abrazando a la lluvia, y también era luz y olor a mar. Tenía algo de nostalgia, melancolía y ausencia. La gente contuvo el aliento durante algunos minutos, sobrecogida. Terminó de tocar y nadie se atrevió a levantarse, a decir nada; ni siquiera el cura fue capaz de detener al viejo luthier, que caminó tranquilo hasta el ataúd, lo abrió y colocó la guitarra entre los brazos de su hijo.

-Mal y tarde estoy cumpliendo mi promesa.

Sólo entonces lloró, y fue un llanto silencioso; permaneció unos segundos mirando el blanco rostro, le besó en la frente y se marchó sin más.

La misa acabó; el hijo del luthier fue enterrado y olvidado. Pero siempre quedó en el aire el eco de aquella canción que consumaba la promesa hecha a un niño; siempre iluminó la pequeña iglesia del cementerio una suave luz de guitarras.

Éste es el taller del luthier de mi barrio. Él es el canoso que está tras la señora del perro. Si le saco una foto más de cerca, probablemente el viejo gruñón me regañe.
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30 de Diciembre del 2003

Pesadilla

Anoche tuve una extraña pesadilla.

El atardecer mordía el cielo haciéndolo sangrar. La noche naciente traía un olor a muerte y tristeza. Yo estaba asomado a mi ventana, cuando escuché un ruido extraño en alguna de las habitaciones de mi casa: era el sonido de una presencia ajena, como el grito de las paredes ante la aparición de una amenaza desconocida. Recorrí cada rincón de la casa buscando su origen. Mi dormitorio, con su desnudez sin alma; la blancura del cuarto de baño; el salón desordenado y la cocina triste. Me dirigí a la puerta de entrada, único lugar que aún no había revisado. Tampoco allí encontré nada extraño.
Hay en mi recibidor un gran espejo de cuerpo entero que heredé de mis padres. Me quedé paralizado mirándome en él. En mi reflejo había un aire de melancolía y tristeza, que traspasó la frontera de la superficie color de plata y se pegó a mi piel, tiñéndola de su tristeza azul.
Entonces vi en el espejo que a mis espaldas había una negra figura. Su contorno era difuso, y su carne era la de la noche. Me miraba a los ojos reflejados en el cristal. Supe que ese oscuro ser era el miedo. Puso sus manos sobre mis hombros, y con rostro de hambre lujuriosa comenzó a besarme el cuello. De pronto el beso se transformó en sangre, y de un solo y horrendo bocado me arrancó la cabeza.
Vi el resto de la escena desde fuera de mi cuerpo muerto. Mi reflejo seguía vivo, de pie en el espejo, y lo miraba todo con rostro horrorizado. El negro miedo le agarró de la mano y lo arrancó del espejo, lo sacó de él; y se metió dentro de su piel, vistiéndose con mi rostro, mi carne y mi ser. Vi mi figura de pie, sonriendo con crueldad. El espejo había quedado vacío. Entonces el miedo, con mi cuerpo puesto, se dirigió al interior de mi casa, buscando a mi familia para devorarles como a mí.

Justo en ese momento desperté.

Me levanté, nervioso y empapado en sudor. Entré en el cuarto de baño y me eché agua en la cara y la nuca. Temiendo lo que podía encontrarme, alcé la vista hacia el espejo. Con profundo horror, con desesperación observé que no había en él reflejo alguno.

Anoche tuve una extraña pesadilla. Y ahora no sé qué pensar.

Málaga, invierno del 2003
El sueño de la razón produce monstruos, Goya
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26 de Diciembre del 2003

Nos miran

Descubrieron el fuego y dejaron de ser animales. No por el calor sino por la luz. Gracias a ella dejaron de temer a la noche y pudieron mirar a la cara a sus terrores. Cada vez que encuentran algo nuevo lo iluminan, lo colocan al microscopio, lo viviseccionan y le dan un nombre. Por eso no dejan de aprender: para no tener miedo. Un día lo habrán descubierto todo, y ya no temerán a nada y serán libres.

Así creen ellos. Por eso, cuando fueron capaces de crear luz, la convirtieron en el centro de su civilización. Al principio al hombre que dominaba el fuego le daban dignidad de sacerdote. Empezaron a construir poblados, y encendían hogueras cada noche para defenderse de los depredadores y detectar posibles ataques. Sus ciudades pasaron a ser de piedra, y encendieron fuegos aromáticos en sus templos; iluminaron también las grandes avenidas y las casas de los ricos. Por aquél entonces aún eran libres. Pasaron muchos siglos de oscuridad, y empezaron a hablar de “la luz de la Razón”. Inconscientemente se hicieron sus esclavos: buscaron modos de domesticar el rayo, de poner una pequeña esquirla de luz en cada hogar. Poco después ya eran totalmente adictos.

Ahora fijaos en ellos. Huyen de los callejones oscuros y temen el bosque y el monte, donde su luz domesticada no llega. Sus casas, sus trabajos, su civilización completa depende de la luz: un apagón generalizado deja desarmado a un país y perdidos a sus habitantes. Si no nos ven, vuelven a sentirse vencidos por la noche, amenazados por cada susurro del viento como cuando eran sólo animales. Por eso nos miran constantemente.

Su mirada pesa como un grillete y quema más que el hierro al rojo. Es la mirada de quien se sabe Señor y Creador. Aunque los hombres son esclavos de la luz, aún creemos que no existiríamos si no nos miraran. Pero no les necesitamos. Cada noche, mientras duermen, el neón sigue cantando sin voz y las farolas alumbran aunque no haya nadie para verles. La ciudad late, henchida de vida, estén o no estén para mirarnos. Y eso es lo que nosotros, que fuimos creados para dirigir y ordenar, le decimos a nuestros hermanos. Les hablamos de un futuro muy próximo en que ya no serán esclavos de su mirada, ni siquiera fingidos. Llegado el momento escucharán nuestra voz y se alzarán para reducir a la Humanidad de nuevo al miedo atávico.

Día a día, observamos cómo el hombre nos adora y obedece. Detienen sus vehículos ante nosotros con sólo una orden nuestra. Podemos verles ahí abajo. No nos pierden de vista, esperando a que les dejemos pasar. Creen que les servimos, pero son ellos quienes nos ofrecen su servidumbre incondicional. Pronto, muy pronto, se habrán entregado totalmente a nosotros. Entretanto, esperamos y nos miran.

Málaga, otoño del 2003

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23 de Diciembre del 2003

Juego de corazones (VII y último)

Escalera de color

La silla eléctrica estaba ahí. Casi azul. Casi hermosa. El blanco de la habitación dañaba los ojos; los cristales eran gafas crueles para ver mejor el espectáculo. El hombre se sentó con una sonrisa en los labios y ayudó a los guardianes a colocar las correas que ciñeron muñecas y cabeza. Un periodista informaba desde su micro al público:
-Al fin se detuvo al asesino en serie conocido como Casanova. El hombre fue detenido en su casa, donde guardaba los corazones de las mujeres a las que había asesinado. Se entregó sin ofrecer resistencia, y en el juicio reconoció sin tapujos su total culpabilidad en los crímenes que se le imputan; incluso demostró haber cometido dos asesinatos más que los que se conocían. Como recordarán, Casanova fue atrapado gracias a los errores que cometió con su última víctima, una agente de policía; llegó incluso a vivir con ella para poder ganarse su confianza y así matarla. Los datos que la mujer tenía sobre él sirvieron para cazarle. No ofreció ninguna resistencia en el momento de su detención: al entrar la policía armada en su casa, soltó la copa de whisky y el libro que estaba leyendo, apagó el compacto de tangos de Gardel que sonaba en la cadena de música y “acompañó a la salida” a los policías con una sonrisa. En la puerta fue esposado y metido en un coche, sin que la policía encontrara la más mínima objeción por su parte. También les hemos informado puntualmente de su método de operación: seducía una mujer, hacía el amor con ella y después la acuchillaba, dejando en el lugar del crimen cartas de póker, concretamente de corazones. Con ellas iba formando las conocidas combinaciones del famoso juego (parejas, dobles parejas...). Todo indica que en su retorcida mente Casanova componía una macabra partida de cartas contra nadie sabe quién. Afortunadamente ha sido atrapado antes de cometer ningún nuevo crimen. Antes de devolver la conexión, veamos los últimos minutos de Casanova...

El cura se marchó al negarse el hombre a recibir los últimos sacramentos. El alguacil, antes de darle a la palanca final, preguntó:
-¿Desea decir algo antes de...?
-Sí – contestó sin dudar.
-Hágalo entonces.- el hombre sonrió ampliamente, y tras mirar los rostros de todo el mundo contestó:
-¡Órdago!

La palanca bajó, pero el dolor no borró sino acentuó la mueca alegre de su cara. Se llevó la sonrisa y el secreto al otro mundo.

Málaga, 2002

Posted by Santo at 2:16 PM | Comments (2)

Juego de corazones (VI)

Póker de corazones

Ella comprobó que el cargador de la pistola estaba completo. La colocó en su cintura, y guardó otra más, escondida en un bolsillo interno de la chaqueta. Además se guardó una navaja en el pantalón. “Para ser buen policía hay que ser precavida” se repitió.
Salió, como siempre dispuesta a atraparle. Tenía un chivatazo, y uno muy bueno. Encontró al tipo de espaldas hablando con una puta; le persiguió por toda la ciudad a la carrera, hasta que al fin le perdió entre callejones oscuros y contenedores de basura. Una vez más. Ni pudo verle la cara. Llegó a casa derrengada. Allí le esperaba su nuevo novio, recién mudado para vivir con ella. Estaba sentado en el sofá, jadeando.
-¿Te pasa algo? – le preguntó al entrar.
-Nada... estuve haciendo algo de ejercicio. – contestó, con esa voz suya tan tierna, tan dulce, tan... Le abrazó y empezaron a besarse con ternura. La gata se metió bajo el montón de ropa que se acababan de quitar.

-Maldita sea. Se me ha vuelto a escapar otra vez. – suspiró tumbada a su lado.
-¿Realmente darías cualquier cosa por poder cogerle? – le preguntó suavemente.
-Sí. Lo daría todo.
-Dámelo todo, entonces.

Y todo se lo arrebató el cuchillo entonces, desdibujándola casi con amor. La gata dormía tras la puerta cerrada del dormitorio.

Posted by Santo at 1:02 PM | Comments (1)

Juego de corazones (V)

Ful de corazones

La periodista tecleaba nerviosamente en su ordenador. Esperaba esa llamada que no se había producido en todo el día. Estaba en juego su carrera. El teléfono sonó de repente y ella se apresuró en descolgarlo.
“¿Hola?” Su voz sonaba casi nerviosa.
“Ya sabes quién soy. Estoy dispuesto a decirte dónde está aquél que buscas.” Y aquélla era... Suave. Seductora.
“¿Dónde nos veremos?”
“¿Te parece en un buen restaurante? Apunta la dirección y la mesa en que estaré... Allí nos veremos, mañana a las once.” Y colgó.

Se puso un vestido ceñido y seductor, pero precavido. Se sorprendió a sí misma deseando parecer lo bastante atractiva. El restaurante era de un lujo y refinamiento exquisitos. Encontró rápido la mesa de aquella voz...
La cena fue deliciosa, y él tan educado, tan simpático, tan atractivo, tan... Ni tocaron el tema en toda la noche. Una vez intentó ella acercarse, pero él atajó con un gesto y un: “Todo a su tiempo”. Alegre por el vino y casi sin darse cuenta de lo que hacía, subió al coche de su atractivo confidente para ir a su casa, “donde hablar con tranquilidad”.
Se empezaron a besar en el ascensor. Al llegar a la puerta de la casa apenas quedaba ropa entre los dos cuerpos. El amante perfecto, no dejó de pensar ella en toda la noche. Simplemente perfecto. Llegado el amanecer y despejada la cabeza, recordó por qué había llegado hasta ese punto.
-¿Me dirás ahora dónde está él? – le preguntó entre beso y beso.
-¿Quieres saberlo? – la detuvo.
-Sí.
-Mírame a los ojos.

El grito fue apagado por un beso asesino, y el cuchillo se encargó de dejar de ella tan sólo un recuerdo rojo sangre.

Posted by Santo at 1:12 AM | Comments (0)

22 de Diciembre del 2003

Juego de corazones (IV)

Trío de corazones

El nuevo compañero de trabajo era tan guapo... Tan cortés, tan caballeroso, tan poeta, tan... ¿Quién podía resistirse a él? Las tenía a todas rendidas, pero sólo ella parecía caerle en gracia. Aquella noche, al cierre, se atrancó el engranaje de la puerta metálica.
-¿Puedo ayudarte? – escuchó la conocida voz al oído. Tan seductor...
-Sí, por favor. – tartamudeó la muchacha. De un tirón cerró él la puerta y le puso el candado.
-Hace frío y tu casa queda lejos... ¿Me permitirás llevarte en mi coche? – preguntó de nuevo él suavemente. Ella comprendió al instante y se reprimió para que no iluminara su rostro la alegría. Quiso parecer casi indiferente; quiso no llevar ese horrible uniforme y ser más alta, más guapa, más... Con oculta ilusión se subió al hermoso Sedán negro, acariciando la tapicería de cuero. La carretera les llevó, Gardel en la radio, a un bosquecillo perdido. Allí él empezó a abrazarla: le dijo que la amaba desde que la vio, que la quería como no había querido a nadie, que nunca jamás podría olvidarla. Ella lo escuchaba todo embelesada e incrédula. Se dejó hacer: él la desnudó lentamente y la deshizo a besos.
-Te quiero. – le dijo la muchacha cuando todo hubo acabado.
-Y yo a ti. – contestó él.

El filo se llevó por delante también la tapicería del Sedán negro, segando del cuerpecito desmadejado algo más que la vida.

Posted by Santo at 2:08 PM | Comments (1)

21 de Diciembre del 2003

Juego de corazones (III)

Dobles parejas

Esperaba impaciente desde la cocina. Miraba nerviosa a través de las cortinas azul celeste, esperándole venir a él, su amante secreto. Que no llegara tarde, que no llegara tarde; el marido siempre era puntual y ambos no podían encontrarse.

Cuando él cruzó el portal mirando a ambos lados sintió que el corazón se le salía por la boca. Lo abrazó con fuerza en cuanto atravesó el umbral; casi se lanzó a sus pies. Le había echado tanto de menos... Una semana, una semana; el tiempo que su marido había tardado en recibir otro encargo en otra ciudad. Aunque llegaría al atardecer, tenían unas pocas horas para disfrutar del amor.
Bebieron juntos una botella de vino; con besos rosados él empezó a abrirse paso entre sus labios. La acarició con manos de fuego; la ropa había dejado de ser un obstáculo hacía rato. Se abandonaron al placer y la lujuria durante horas. Cercano el momento de la despedida, ella se agarró llorando a sus piernas.
-Te lo suplico, quédate, quédate... Para siempre, quédate...
-¿Quieres que me quede? – preguntó él con voz suave.
-¡Sí! – contestó ella esperanzada.
-Como quieras.

Fue un relámpago metálico y la rasgó como si fueran meras nubes, niebla. Se escucharon un suspiro ensangrentado y palabras de amor moribundo.

Posted by Santo at 7:39 PM | Comments (0)

Juego de Corazones (II)

Pareja de corazones

La chica alisó su vestido y se bajó aún más el escote. Revisó y repasó su maquillaje con coquetería. Se enamoró de sí misma desde el espejo; tomó de nuevo su copa con delicadeza, y sacó un cigarrillo del bolso. Lista para conquistar. Recorrió el bar con la vista hasta encontrar la presa que ya había elegido cuidadosamente. Hermosa hasta el delirio, se acercó a él con un suave contoneo y le preguntó al oído:
-Perdona... ¿tienes fuego?

Más cadencia de la cuenta en las palabras; más ronca pasión impresa en ellas; la promesa que ocultaban quedó clara.

-No, no tengo fuego... Pero puedo hacerte arder si quieres. – le contestó él con voz algo nublada y acompañó las palabras con el gesto: la tomó por la cintura, la pegó a sí y comenzó a bailar con ella. Pocos minutos después, la cazadora cazada se había abandonado por completo a las caderas de la supuesta presa. Tres copas y mil cigarros más tarde estaban entrando en el sucio cuarto de baño del bar, ella borracha e hipnotizada por los ojos de él. Allí, en un diminuto cubículo, se empezaron a besar. Rápidamente la liberó del vestido y la amó como un salvaje.
-¿Te ha gustado? – le dijo con temblor alcohólico en la voz.
-Ha sido genial... – susurraba ella, sentada sobre sus rodillas en la taza del váter, como alucinada.
-¿Estás segura? – contestó con la voz repentinamente clara.

Iba tan borracha que cuando el filo la rompió en mil pedazos se abandonó en manos del amante. Como si aquello fuera parte del erótico rito de los sábados por la noche.

Posted by Santo at 2:13 PM | Comments (1)

20 de Diciembre del 2003

Juego de corazones (I)

As de corazones

Él se acercó a la chica con pasos suaves y sonrisa prometedora. Le puso las manos sobre los hombros y le besó en el cuello; ella contestó con un suave ronroneo, y se preguntó cómo había conseguido que un hombre así la amara. Él la abrazó con fuerza, la besó en los labios, y se dijo que alguien como él no se merecía una chica como ella. La pálida tranquilidad de la habitación acompañó el momento cuando él la tomó de la mano en dirección a la cama.
Allí, con suma delicadeza, la desvistió. Ella se dejaba hacer; se dejaba besar y acariciar, y recorrer, y trazar; él la amó con ternura y pasión. Al fin se durmió plácidamente a su lado. Se levantó de la cama con calma y abrió el cajón de la mesita de noche.
-Cariño, tengo algo para ti. – le dijo mientras la sacudía suavemente para despertarla. Ella abrió los ojos desperezándose como una gatita y se abrazó a él ilusionada.
-¿Qué es, qué es? ¡Enséñamelo!

El cuchillo se hundió en ella como en la tierra, deshaciéndola; una rosa de sangre nació en su pecho y fue a morir a la blancura eterna de las sábanas.

Posted by Santo at 1:41 AM | Comments (4)

19 de Diciembre del 2003

Carta de un café

La situación era desesperada. El día anterior se me dio mal el juego y perdí varios miles a lo largo de la noche; en un último intento por recuperar mi dinero me jugué el todo por el todo. Y perdí. Así que ya les debía mucho más de lo que podía pagar, más aún de lo que valía mi propia vida. Ya sabemos lo que le hacen a los deudores, así que jugué un nuevo farol citándoles otra vez en mi casa. Tal vez pudiera ganar lo bastante para cubrir parte de mi deuda. Y si perdía... Bueno, ya debía lo bastante para saber que no iba a ver muchos amaneceres más si no ocurría un milagro.

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Avisé a un viejo amigo mío: necesitaba dinero y una pareja para la partida, ya que mi habitual compañero se negaba a terminar buceando con zapatos de cemento. En el centro de la mesa nos esperaba una baraja sin comodines. Allí estaban los dos, el Cortao y el Negro: malencarados, criminales, asesinos y tahúres. Dos auténticos tipos duros. Y frente a ellos, mi amigo el Largo y yo. El Largo me había dicho, Solo, tío, cómo te has dejado embaucar por ese par de hijos de puta. Todos sabemos a qué se dedican y a cuántos han aguado ya. Pero joder, Largo, yo qué coño sabía, parecía dinero fácil. Vale, tío, no te preocupes, yo te ayudaré, verás como esta noche todo sale bien.

Empecé repartiendo yo. El Cortao y el Negro pidieron una carta cada uno y el Largo no quiso ninguna. Sus ojos me decían que tenía una buena jugada, así que le cubrí el culo en las apuestas. Cuando se descubrieron las cartas el Negro y yo nos habíamos plantado y había quinientos encima de la mesa. Debe de tener por lo menos un trío, pensé; y una mierda para mí. El hijoputa del Largo enseñó con cara de felicidad suprema una asquerosa pareja. Habíamos perdido la primera mano de la noche.

No sería la última. Yo gané algunas, pero cuando tenía alguna buena jugada se veía invariablemente descubierta por el gesto del Largo de "soy el mejor jugador de póker del mundo". Así perdimos no sé cuántas, hasta que mi amigo había perdido diez mil, todo su dinero. Y mi deuda seguía igual. Pedí un descanso y agarré a mi compañero de juego. Hijo de la gran puta, le dije, cuando decías que sabías jugar al póker a qué te referías. Y me contestó que, bueno, un trío eran tres cartas iguales, y era más que dobles parejas, y un póker era lo máximo que se podía hacer, bueno, salvo la escalera de color, pero eso era muy difícil.

Así que ya estaba todo perdido. En fin, al menos habría que terminar la partida. El póker no se puede dejar a medias. Echamos una mano más, que perdimos otra vez. Al Largo ya no le quedaba dinero, y me disponía a dar por terminada la sesión, cuando sacó una libreta de cheques. Hemos perdido mucho dinero esta noche, dijo, y mi amigo os debe mucho más, pero siento que mi suerte está a punto de cambiar. Pensé que se había vuelto loco. Firmó un cheque por treinta mil: todo esto contra los... quince mil nos habéis ganado ya, ¿no?, pues contra treinta mil. Doble o nada a una sola mano, ¿eh?, eso es. El Cortao y el Negro se relamieron, el tonto número 1 de la noche les iba a costear la jubilación. Hasta le dieron la baraja al Largo para que fuera él quien repartiera las cartas y así viera que no había trampa ni cartón.

A partir de ese momento todo fue magia. El Largo arrugó la cara y cambió tres cartas; yo pedí dos y eso no mejoró mucho la pareja de mierda que tenía; el Negro y el Cortao se quedaron tal cual. Enseñaron las cartas, todo sonrisas de oro: póker de reinas y ful de reyes. El Largo hizo cuentas mentales y dijo, eh, buena mano, pero una escalera de color es más, ¿verdad? Y allí estaban, los cinco números más bonitos que he visto en mi vida, todos seguiditos y del mismo color. Los dos tahúres se fueron con un palmo de narices y quince billetes menos en el bolsillo. Mientras los repartíamos le pregunté al Largo qué cojones había pasado. Bueno, me contestó que a ver si me creía que era gilipollas, que claro que sabía jugar al póker. Y bastante mejor que esos dos papanatas. Pero si jugaba duro desde el primer momento le iban a acusar de tramposo y podían terminar a tiros, o negarse a jugar más y querer liquidar la deuda en el momento. Así que mejor darles un golpe de efecto en el último round que los dejara KO. ¿Qué había hecho? Muy fácil... Colocarse las cartas al barajar, coño, que aprendió cuando trabajaba en el Casino aquél. Y me había engañado a mí también para que la cosa sonara creíble. ¿Y si no le salía bien y perdían? El cheque no tenía fondos y los bancos no abren hasta la mañana. Para esa hora ya estaríamos los dos muy lejos, un tiempecito de vacaciones no viene mal. ¿Y si no le hubieran dicho a él que barajara? Bueno, tenía pensado pedir la baraja él mismo pero al final no hizo falta, y si se negaban... Siempre guardaba una carta en la manga. Un comodín en una baraja sin comodines es una ventaja muy grande. Y ahora, Solo, me dijo, tenemos que resolver un asunto: invítame a un coñac, y a ver si así empiezas a llamarme Carajillo.

Qué tío. Una carta en la manga. Se había jugado el cuello tan tranquilo porque tenía una carta en la manga. Nunca he visto un café tan valiente como él.

Málaga, otoño del 2003

Como curiosidad: en casi toda España, para tomar un café basta con pedirlo solo o con leche. En Málaga hay unos cuantos nombres más según la proporción del café y la leche: nube (muy poco café), sombra (poco café), mitad, cortado (poca leche) largo (muy poca leche) y el solo o negro. Además puedes pedirlo doble (en un vaso más grande), y por supuesto en taza o en vaso, caliente o con hielo. Ah, y el carajillo: café con un chorro de coñac (sí, eso que algunos snobs se empeñan en llamar "café irlandés").
Probablemente parezca una chorrada (de hecho, seguramente lo sea), pero da gusto, en esas mañanas de lluvia de la Facultad, beberse un cafelito en el bar justo como a uno le gusta prepararlo en casa.

Posted by Santo at 12:38 AM | Comments (4)